Cuentos para expandir la conciencia/1

GIOVANNI PAPINI

  Sebastián Dozo Moreno

Papini fue el máximo escritor italiano del Siglo XX. Pasional, polemista, intransigente, es de la raza de los artistas fogosos como León Bloy, Unamuno, o Bernanós, que si no hubiesen sido escritores, podrían haber sido monjes cartujos, o revolucionarios piromaníacos, pero jamás hombres tibios, mansamente burgueses, ganadores de grandes premios o figurines de tertulias literarias. Su pasión es la búsqueda intelectual de la verdad, y su locura mística la obsesión por el Mal.

Papini, en suma, es un romántico católico. Absolutista y más afín con el Antiguo que con el Nuevo Testamento. Lo mismo que Nietzsche, lo mismo que Kazantzakis. Son profetas modernos, poseídos por santa ira, y por una lucidez demoníaca por las miserias de su tiempo, al punto que sienten un arrogante desprecio por el hombre común (todo lo contrario de Chesterton o Whitman), y sólo respiran a sus anchas en las alturas sagradas del Athos, o el Sinaí, entre zarzas ardientes y nubarrones cargados de relámpagos cegadores. Un hombre así, claro está, carece casi por completo de sentido del humor, y –por prejuicio romántico-, el dolor y la seriedad son para él los distintivos dignos de un hombre superior. Basta ver las fotografías de estos “titanes”, para constatar esta aseveración.

Sin embargo, Papini, al igual que sus hermanos en espíritu, por noble e idealista, bondadoso y poeta, no desconoce los paraísos de la ternura y la conmiseración. Más aún, la dureza de un alma grande pero implacable, puede ser muchas veces la defensa de una hipersensibilidad contra las frías inclemencias de un mundo incompresiblemente satisfecho y banal.

En Palas y el Centauro, Papini cifra de un modo genial la idea-fuerza de toda su obra, que es demostrar que el hombre es hombre en tanto que lo quema una voluntad heroica de superación. Sin este celo ascensional, la vida no tendría sentido, y Dios no existiría.

Se ha dicho (y él lo compartía), que Gog y La Historia de Cristo son sus mejores obras. Humildemente, disiento. Sus obras maestras, a mi entender, son: Hombre Acabado, Figuras Humanas, Testigos de la Pasión, y Vida de Miguel Ángel.

Fue florentino fanático. Murió “vivo” en su ciudad, en 1956.

Palas y el Centauro

Giovanni Papini

Un centauro joven, y por tanto más sujeto que los otros a las penas de su doble naturaleza, iba por selvas y montañas más irritado que triste, sin compañía y sin paz. Lo que en él había de equino se sentía obstaculizado y debilitado por la inquietud de la conciencia humana; lo que en él había de hombre se sentía oprimido por la humillación del cuerpo bestial que tenía que arrastrar.

“Nunca seré -pensaba- el potro libre y alegre que se arroja sobre la hierba fresca y sobre la hembra cálida con la misma y natural felicidad. Tampoco seré el hombre entero, al que los sabios enseñan, al que las mujeres aman, al que los pueblos escuchan y obedecen. Consumiré en la desesperación una vida ambigua e inútil, sin gustar nunca la plena felicidad del bruto ni la alegría divina de ser un hombre entre hombres. Los dioses me han asignado esta condena, los dioses tienen que liberarme de ella”.

Y un día, cerca de una gruta de Tesalia, se encontró de improviso a la luz de una diosa. Era Palas, aquella que sabe todas las cosas de los mortales y de los inmortales. Su esplendor era suave como el de una aurora de abril; y su rostro estaba aureolado por una melancolía afectuosa y serena. Y tuvo piedad del doliente centauro y lo llamó junto a ella para consolarlo.

-¿Por qué tanta tristeza? -le dijo-. No te lamentes más. Yo puedo salvarte. Habla: si pudieras escoger entre las dos naturalezas que están reunidas en ti, ¿quisieras ser sólo animal o sólo hombre?

El centauro, envalentonado por la benignidad de la diosa, exclamó en seguida:

-¡Hombre! Quisiera ser un verdadero hombre; convertirme en uno de los reyes de la Naturaleza, igual a aquellos que gozan del amor, que conquistan la sabiduría, que fundan ciudades, que cosechan las mieses, que cantan a los héroes y que adoran a las divinidades.

-Tu deseo será cumplido -repuso Palas con un sonrisa que iluminó y avivó las flores del prado que había delante de la gruta-. Pero antes de obrar la metamorfosis que deseas debes escuchar lo que quiero decirte para tu consuelo. Si después de haberme oído, tu pensamiento no ha cambiado, yo haré de ti un hombre.

El centauro, impaciente, pero obediente, se colocó cerca de ella entre el césped verde, mirando fijamente los grandes ojos glaucos de Atenea.

– No te diré -reanudó Palas- las infinitas miserias, fatigas y desventuras de los hombres. Podrías replicarme que, luego de pesar y contrapesar tus ideas, prefieres la infelicidad humana a tu doble desesperación.

Quiero, en cambio, revelarte una verdad que incluso a los mismos hijos de las mujeres rara vez se le revela. Debes saber, pues, que los hombres, casi todos los hombres, por impulso, instinto o reflexión, no buscan ni quieren otra cosa que dejar de ser hombres, librarse de la condición humana. Su vida es un esfuerzo, distinto según sus diferentes índoles, pero perenne y obstinado, para rechazar o superar lo que constituye su ser nativo. Algunos, queriéndolo o no, se parecen a los brutos; otros buscan parecerse a los muertos; otros, en fin, intentan parecerse a los dioses. La evasión de lo humano es la misma esencia de la vida humana.

Casi todos los plebeyos y esclavos están condenados a ser poco más que animales. No saben otra cosa que llenar y vaciar sus vientres, que emparejarse y parir como las bestias de los campos, que matar y ser matados como las fieras de las selvas. El trabajo forzado y mecánico puede hacerlos parecidos a máquinas insensatas. No mantienen ningún vínculo con las musas; para ellos la religión es, sobre todo, miedo: se dirigen a los dioses igual que el perro aúlla a su dueño para pedir alimento o defensa. No conocen ni buscan otros placeres que la lujuria y el vino, y estas dos borracheras materiales sólo consiguen hacerlos más inconscientes, es decir, más próximos a sus hermanos inferiores. El estado animal les parece tan deseable, que aspiran a él incluso aquellos que están provistos de sabiduría y de inteligencia. En las ciudades de Grecia florece una secta de filósofos que se denomina “cínica”, precisamente porque propone a todos, como ejemplo e ideal de felicidad, la vida de los perros (vida cínica o canina)…

Otros, en fin, imitan a propósito la ferocidad y la rapacidad de las fieras; los bandoleros que infestan los campos y los guerreros que invaden los reinos son iguales en todo, en sus hazañas y en sus costumbres, a los leones y a los tigres que viven de los estragos de la presa.

Todos los hombres buscan o aceptan por fuerza estados y condiciones que los hacen parecidos a los muertos. El sueño, como tú sabes, no es otra cosa que la imitación cotidiana de la muerte, y, sin embargo, no hay quien no lo desee. Los desvanecimientos, los deliquios, las enfermedades, los arrobos, hacen a los hombres inmóviles, apartados, oscurecidos como tantos otros cadáveres. Los perezosos, los insensatos, llevan una vida que puede parangonarse, en muchos aspectos, a la de los difuntos. Incluso el momento supremo del amor se parece extrañamente a una agonía y deja un sopor profundo que recuerda el tránsito. Y ¿qué es la ascesis absoluta de los gimnosofistas de la India, con su renuncia al alimento, al placer y a la acción, sino la voluntaria copia de la insensibilidad de los muertos? La vida humana, en gran parte, no es otra cosa que imitación de la muerte: un tributo parcial e intermitente para escapar de la muerte total.

Existen, en fin, las almas de temple más noble y delicado que sienten vergüenza, disgusto o terror del estado humano e intentan obstinadamente, por caminos diversos y opuestos, liberarse de su condena, redimirse en la ascensión a los privilegios divinos. El héroe busca parecerse a Dios en el poder, de forma que pueda merecer ser llevado al Olimpo como semidiós. El mago se industria para parecerse a los dioses en el dominio sobre el mundo sensible y en la victoria sobre la muerte. Los creyentes devotos y píos aspiran a imitar a Dios en la perfección y procuran vivir sobre la Tierra a semejanza de los ángeles del Cielo. Los místicos y los santos se despojan, todo lo que pueden, de las costumbres y de las pasiones humanas para unirse e identificarse con Dios antes de la muerte. Y ¿no sabes que los reyes y los emperadores pretenden ser hijos o encarnaciones de los dioses?

Como ves, el hombre no se contenta y no se resigna con ser hombre. Su vocación parece ser la de renegarse o superarse. El hombre siempre quiere, descendiendo o ascendiendo, deshumanizarse. Tan pronto persigue lo subhumano como lo sobrehumano; repugna y repudia la simple condición humana. Acepta serlo todo: fiera, cadáver o dios, con tal de no ser hombre. Todos intentan saltar más allá de su propia naturaleza, transformarse en superhombres, o aunque sea en autómatas, con tal de no ser hombres. Y ahora que te he revelado esta indudable verdad, ¿te obstinas en tu voluntad de transformarte en hombre? Si ahora eres infeliz porque no quieres ser centauro, ¿no serás todavía más infeliz cuando estés condenado al tormento de abandonar tu humanidad?

El centauro había escuchado en pensativo silencio el discurso de la diosa. Apenas Palas calló, vio saltar orgullosamente sobre sus cuatro patas al monstruo silvestre.

-Divina Atenea -prorrumpió-, tú eres la sabiduría celeste, y tus palabras son, sin duda, la propia verdad. Pero, a pesar de todo, mi alma ha elegido. Haz de mí un hombre; te prometo que seré uno de aquellos hombres que buscan igualarse a los dioses.

Palas Atenea mantuvo su promesa. Algunos mitógrafos griegos afirman que aquel centauro fue llamado, entre los hombre, Platón.