La piel de Li Tien Se

Primera Parte: Li

 Segundo capítulo 

Sebastián Dozo Moreno

Pero en la puerta se detuvo. ¿Qué podía decirle? Además… (Y volvió a mirarla por la vidriera, a través de las baratijas de oropel). Seguro, tenía poco más de treinta años. “Y es de otra cultura”.

-No tiene sentido –dijo en voz baja, sin apartar la vista de la mujer. Cuando ella lo miró un instante, él desvió la mira- da hacia un buda pequeño, panzón, de expresión satisfecha y ojos cerrados, hecho en algún material barato. Y un gato de hojalata, dorado, que movía una pata: gato de la buena fortuna. “¿Cómo alguien puede creer que esa cosa le puede dar suerte a nadie?”. Y esos gatos horribles estaban por todas partes, moviendo sus patas para atraer la fortuna. Odiaba a los gatos. “¡Qué primitivismo!”, pensó con los labios apretados. Y el encanto por la belleza de la joven, se había roto. “¿Qué clase de mujer puede estar vendiendo esas naderías?”, pensó, mientras se alejaba. “El marido debe ser el dueño. O ella misma. O es la hija del dueño”… Pateó el suelo, y antes de alzar la vista, se llevó por delante la estatua viviente de una especie de samurai, que estaba sobre un pequeño pedestal. El “actor” inmóvil, o “mimo”, o como fuera que se llamara ese hombre estático disfrazado de guerrero, todo pintado de color marrón en una burda imitación de bronce, fue a parar al suelo con su espada de madera, su atuendo militar, su casco, y toda su humanidad, enredado en las piernas y los brazos de Florián. Unos rieron, creyendo que la caída era parte del espectáculo, otros sacaron fotos, otros se apartaron con susto.

-¡Perdón! ¡Perdón! –dijo Florián, mientras ayudaba al falso samurai a incorporarse. La espada de madera se había roto, y el pobre hombre, recién caído de su pedestal, miraba en derredor con ojos ausentes, como si estuviera desnudo, o lo hubiesen bajado de su altura de una pedrada. Tenía rasgos orientales. Se calzó en el cinto lo que quedada de la espada, acomodó la base, se subió a ella, y se volvió a quedar inmóvil, pero esta vez con un rictus de espanto congelado en el rostro broncíneo. Florián sonrió estúpidamente al público, y al pasar junto a la gorra de la estatua humana, le dejó un puñado de billetes. Se alejó sin mirar atrás. Alguien le dedicó un aplauso cruel.

Pasó por debajo del arco chino como un fugitivo que esquiva cámaras de seguridad: la cabeza gacha y las manos en los bolsillos.

Desde la vereda de enfrente de Humanidad 43.G, vio a Verónica, su clienta soltera, en la puerta, esperando a que él abriera, como había prometido. Se encogió de hombros y siguió de largo. Él vivía en el piso de arriba del local. Ahora debía esperar a que aquella mujer se marchara.

A la hora y media de dar vueltas por aquí y allá, regresó. Subió directamente a su departamento, leyó, cenó, y cuando –frente al espejo del baño-, enarboló el brazo para lavarse los dientes, descubrió la herida en el codo. Y al verla, sintió dolor. “Lo que no pensamos, no existe”, pensó. Soltó el cepillo y se pasó la mano por la lastimadura. “¿Y esto?”… y recordó el episodio con el falso samurai del Barrio Chino. “No es nada”.

Se sentó al borde de su cama, vació su copa de scotch, y se durmió en un santiamén. En la noche tuvo un sueño extraño. Estaba en el claro de un bosque, pero él no era él. O al menos, no podía ser él. Tenía un casco con visera, peto de hierro y hombreras, guantes de cuero, una falda del mismo material cubriéndole vientre y muslos… Se palpó el casco, que estaba adornado con dos cuernos (o algo semejante). Clavada en la tierra, una espada de hoja ligeramente curva. Tardó en advertir que en pie, ante él, otro hombre vestido como él, con atavíos guerreros, lo miraba amenazante. Su armadura no era gris, sino bordó y repleta de remaches. El desconocido desenvainó su espada y lo atacó. Con una destreza absurda, Florián aferró su espada y detuvo al ata- cante de un espadazo. El sonido de los aceros al chocarse, repercutía en las galerías del bosque como en el interior de un templo vacío. Ambos se movían con la velocidad del rayo, saltando, girando, y blandiendo sus armas con maestría. Encima de ellos –lo supo Florián al echar la cabeza hacia atrás para esquivar el filo de la espada enemiga-, re- lucía la luna llena. Era de noche. Florián no sentía miedo ni cansancio. Pero tampoco furor. Luchaba como si más que una pelea a muerte, aquello fuera un simple ejercicio. Sin embargo, sabía que ese duelo no era ningún simulacro, y que alguno de los dos acabaría sin vida. No sentía temor, hasta el momento en el que, en uno de sus giros, alcanzó a ver a una mujer, de blanco, cerca de la entrada al bosque. La volvió a ver por encima de su hombro. Y aunque estaba a varios metros de distancia, vio los ojos negros de la muchacha como si los tuviera justo delante. Tenía el pelo oscuro. La tez pálida. Y estaba quieta y con las manos juntas sobre el pecho. Entonces, sintió pánico de morir, y un sudor frío le perló la frente y le erizó el cuerpo entero. Perdió destreza. El peso de la armadura se le volvió insoportable. “No doy más”, y su rival, al grito de “¡Es mía!”, le asestó una estocada mortal en el cuello que lo hizo caer hacia atrás como árbol talado. Su propio gemido lo despertó. Tenía los brazos abiertos, y estaba empapado en sudor. Tenía sed. Una sed quemante. Estiró el brazo. El vaso de agua de la mesa de luz cayó al suelo de madera y rodó. Florián se volcó sobre su hombro, y siguió durmiendo. Al día siguiente no recordaba bien las escenas del sueño. Le atribuyó el delirio a la copa de Cardhu que había bebido antes de dormir. “Y eso que es 12 años”, pensó, imaginando que un whisky añejado no podía provocarle pesadillas a nadie. Estaba enviciado con el “agua de vida” de los escoceses.

Pasaron los días. No pensó más ni en el “asqueroso” Barrio Chino, ni en el sueño estrambótico. Se dedicó a leer y trabajar. Vivir y sobrevivir.

Llegó el día del encuentro con el grupo de “los notables”, que así se llamaban a sí mismos, un poco en broma, un poco en serio, los cinco amigos de toda la vida que tenían, todos, casualmente (pero el azar es el dios de los tontos) nombres latinos, y más concretamente romanos, dignos de senadores y hasta de emperadores: Martiniano, Lucio, Marco, Tulio, y Florián. Los últimos martes de cada mes, se reunían en el bar Santa María, a hablar siempre de lo mismo, discutir acaloradamente de política (aunque a ninguno le interesara realmente), de fútbol y mujeres. En el grupo de los cinco, sólo quedaban dos casados. Uno era viudo, y los otros dos divorciados.

Comieron, bebieron, e intercambiaron opiniones de esto y aquello. Durante la reunión, Marco estuvo casi todo el tiempo sombrío, cuando en general, era él quien daba a esos encuentros los toques de humor y picardía, mientras que los otros eran más serios, y menos apasionados. Cerca de la medianoche, sólo quedaron, aferrados a un pocillo de café negro, Florián y Marco.

-¿Qué te anda pasando, hombre? –le preguntó Florián sin rodeos.

-Nada –. Se acodó en la mesa, y se rascó la sien con la cara fruncida.

-¿Nadia?… ¿Así se llama?

Marco soltó una risa salvaje. Florián alzó el mentón, y soltó el humo sonriendo. Era uno de los únicos bares de Buenos Aires donde todavía se podía fumar, clandestinamente.

-No. Nada… nada… -dijo Marco. Apuró el café de un trago, y pidió una cerveza.

Florián miró por la ventana. No era curioso. Sólo se preocupaba por su amigo.

-No se llama Nadia, sino Luvina.

Florián levantó las cejas en señal de asombro.