El Papa Negro

La Bestia: Roma

  Sebastián Dozo Moreno

Mario Bergoglio (Actual Pontífice de la Iglesia Católica) se detuvo y miró el reloj. Las cinco en punto de la tarde. “Ser puntual es una forma de la impuntualidad. Hay que llegar cinco minutos tarde”. La Piazza della Rotonda, flanqueada por edificios amarillos y ocres, estaba repleta de turistas con mochilas y cámaras fotográficas, mapas, sándwiches, folletos, hijos, latas de cerveza… El parloteo del gentío se mezclaba con la música de un acordeón que venía de uno de los bares de la plaza con mesas a la calle. Al pie de la Fuente del Delfín, una joven con vestido negro y las uñas pintadas del mismo color, le arrancaba a un violoncello quejumbroso sonidos lúgubres (moscardón gigante recién pisoteado por una horda de turistas chinos que acababa de pasar delante de la muchacha, sin arrojarle ni una moneda). Bergoglio rodeó la fuente y le puso dos billetes en la gorra de terciopelo negro.

—¡Bravo, muchacha!

—Gracias padre —. Y le dedicó un acorde tembloroso empinando el arco con aire teatral.

Por encima del gentío se alzaba la cúpula magnífica del Panteón: nave madre de otros mundos descendida a la Tierra dos mil años atrás, para traer a los hombres la lección del culto a todos los dioses, y, más que a nadie, al dios humano Marcus Agrippa, hijo de Lucio, y cónsul por tercera vez, según reza la inscripción del friso del pórtico de entrada a ese templo.

Bergoglio volvió a consultar el reloj. Su mirada se deslizó hacia arriba por el obelisco egipcio del centro de la fuente hasta clavarse en el cielo. Oyó gritos. No reaccionó. El bullicio en Roma era constante. Las primeras gotas de lluvia le nublaron los ojos. Los cerró para recibir en la cara la bendición de esa llovizna. El griterío de la plaza, amortiguado por el sonido del agua de la fuente, le llegaba como el alarido de un coro lejano en el momento agudo del pathos dramático. Sin embargo, distin- guía muy bien la música del cello, que ahora sonaba más vivaz, con un ritmo frenético.

—¡Padre!… ¡Corra! —. Un fuerte golpe en el hombro lo arrancó de su ensimismamiento. Y vio lo que vio. La gente corría despavorida por la plaza en todas direcciones, sobre todo los que salían gritando del interior del Panteón, que había dejado de ser un templo majestuoso para convertirse en un hormiguero pisado por un dios celoso con pretensiones de ser el único dios real en esa ciudad. En su carrera despavorida, alguien dejó caer su cámara contra el duro y negro empedrado de la ciudad antigua, y una madre perdió a su hija pequeña, sin notar que ésta la llamaba desde abajo tirándole de la pollera roja sin lograr hacerse ver.

—¡Hija! –gritó al fin la mujer, alzó a la niña y se zambulló en la marea humana para desaparecer por la Via de Pastini, seguida de muchos que dejaron las mesas de los bares y restaurantes de la plaza sin tener idea de lo que pasaba.

—¡Amenaza de atentado! —gritó alguien. Y otros se hicieron eco de esa voz anónima. Tres carabinieri, con sus flamantes uniformes azules, empezaron a soplar sus silbatos señalando las callejas por las que era posible huir de la plaza. Las sillas quedaron tumbadas, los manteles desencajados, las copas volcadas, y el piso lleno de basura y de vasos rotos de plástico. Los únicos que no se movieron de su sitio, fueron los mozos, los dos músicos que seguían tocando sus instrumentos como si nada, y Mario Bergoglio, que veía con estupor y placer cómo la Piazza Della Rotonda se vaciaba vertiginosamente, y silenciaba, quedando vacía y ecoica como el patio de un claustro. Por las ventanas de los edificios, decenas de testigos hacían todo tipo de aspavientos (muñecos torpes de un titiritero inexperto): señalaban a lo lejos, se agarraban la cabeza, o cerraban torpemente las persianas grises… ¿Qué hecho insólito había hecho cesar el eterno espectáculo de la multitud que día tras día giraba alrededor de la Piazza Della Rotonda, fatalmente? Bergoglio miraba todo eso como en un sueño.

Los carabinieri se pusieron a vallar la plaza. La lluvia arreció con fuerza.

—¡Salga de ahí, padre! –le gritó uno.

Bergoglio se alejó de la fuente sobre un rastro de sangre que, al

parecer, procedía del Panteón. Y en vez de irse por la calleja que llevaba a la Piazza Della Minerva, entró al templo sin ser visto. Traspuso la puerta del edificio circular y le rozó una pierna y la punta de los dedos de su diestra el cuerpo de un animal negro. Se congeló en su sitio. Miró por encima de su hombro. El animal que dejaba el panteón no era una pantera, como le había parecido un instante, sino un rottweiler gigantesco, responsable de haber sembrado el pánico en la fauna turística. En unas baldosas había manchas de sangre, sobre las que la multitud en fuga había patinado. Del agujero abierto de la cúpula, bajaba un cono de luz lechosa, por el que caía la lluvia al interior del templo con lentitud irreal. Y el agua no era ruidosa como la de la fuente de la plaza. Tenía el sonido hondo e intermitente de las caídas de agua de las grutas profundas. No pudo resistirse. Se puso bajo el cono de luz y se dejó mojar por esa agua bendita con los ojos cerrados, la cabeza echada hacia atrás y los brazos abiertos, como si oficiara misa en el mismísimo Paraíso (su rostro mojado y risueño tenía una expresión beatífica). La música del cello resonaba en el templo lejana y vibrante. Los astros se habían alineado y él, Mario Bergoglio, estaba ahí solo, en el Panteón romano, como un sacerdote representante de los dioses y religiones de todos los tiempos, y no de un credo en particular. Fue un instante de eternidad, que quebró el estruendo de dos disparos.

—¿Qué hace ahí padre?… ¡Esta bestia lo pudo matar!

A la entrada del templo yacía el perro muerto con un ojo vaciado y la cabeza ensangrentada.

—Él también es una criatura de Dios –dijo Bergoglio. Hincó una rodilla en el suelo y le hizo la señal de la cruz en la frente cuadrada. Al hacer esto, el perro tembló, movió epilépticamente la cabeza y soltó el último aliento con las fauces horriblemente abiertas.

—Santo Cristo –dijo, y cerró el puño contra el pecho. Un carabinieri lo condujo del brazo hacia donde se apiñaba la multitud detrás de las vallas, en una de las callejas.

—¡Monseñor! –le gritó un monje franciscano al verlo venir. Era alto y flaco, y se había quitado la capucha para hacerse ver.

—¡Fray Bartolomé! –. Y fue a su encuentro. Se estrecharon las manos.

—Supuse que era usted, monseñor.

—Lo soy, pero no me trate así. Dígame Mario que así nos entendemos mejor –. Y le palmeó un hombro.

—Está empapado.

—No. Estoy bien así –miró al cielo—. Es sólo un chubasco.

—Vamos por acá.

—Lo sigo.

—¿Qué pasó en esa plaza?

—Un rottweiler entró al Panteón y mordió a los turistas.

—Nada menos que uno de esos perros. Debe haberlo enviado el mismo Agrippa desde el más allá.

—¿Por qué dice eso?

El fraile miró al cielo con los ojos entrecerrados, y se cubrió la cabeza rapada con la capucha. La lluvia había menguado, pero aún caía fría y constante.

—Era una de las razas favoritas de las legiones romanas.

—¡Ah! –dijo Bergoglio, y se detuvo en la Piazza Della Minerva.

—Ahí, en esa basílica, hay enterrados varios Papas –dijo el fraile con su voz de bajo tenor, señalando el templo de Santa María Sopra Minerva (al hablar, la nuez de la garganta se le movía de arriba a abajo de un modo impresionante, como si en cualquier momento se le fuera a subir a la boca para que el fraile la pudiera escupir como a un carozo molesto), Pablo IV, varios Papas médicis, León X y Clemente VII. Y ahí, en ese convento dominico, fue juzgado Galileo por la Inquisición.

—La Santa Inquisición –acotó Bergoglio con ironía, y torció la cabeza para mirarlo a los ojos. El fraile lo ignoró.

—Y ahí, en el Palazzo Fonseca, paraba vuestro prócer, José de San Martín.

—¿Cómo lo sabe?

—Por la placa que así lo atestigua. Naturalmente.

—Sí, por supuesto –dijo Bergoglio, y se acercó al monumento del centro de la plaza: un elefante con un obelisco egipcio encima.

—Al elefante lo diseñó Bernini.

—¿Qué dirán los jeroglíficos de la pirámide?

—Fue traída a Roma en tiempos de Diocleciano. Es originaria de Saïs.

—La ciudad de los descendientes de la Atlántida según Platón.

—Efectivamente.

Bergoglio se inclinó para leer la inscripción latina de la base del monumento.

El fraile se la recitó memoria, apoyándole una mano en el hombro:

Se necesita una mente fuerte para sostener un sólido conocimiento.

—Sí, es eso lo que dice –constató Bergoglio, y al incorporarse, se topó con los ojos del fraile, que ahora lo miraban con una seriedad intimidante, de hombre bondadoso y severo a la vez. Sufriente. Los ojos marrones, hundidos en sus órbitas, le brillaban con luz propia, y contrastaban con la piel reseca del rostro huesudo, de frente ancha y pómulos salientes. “En Roma todavía quedan místicos medievales, paseándose entre autos y turistas”, pensó Bergoglio. Sonrió y dijo mirándolo por debajo de las cejas:

—¿Así que se necesita una mente fuerte para sostener un sólido conocimiento?

La nuez empujó hasta la boca del monje un “sí” rotundo y cavernoso.

—¿Y por qué quiso Su Santidad que me encontrara con Ud. de esta forma, y no…?

—Sígame. Nos esperan al otro lado del Tíber. No se impaciente.

Fortalezcamos nuestro espíritu con un rezo.

—De acuerdo —. Iba a rezar en voz alta, pero el fraile comenzó a balbucear para sí una oración inaudible. Bergoglio se hizo la señal de la cruz sobre el pecho, y se encomendó a San Benito de Jesús, el único santo de la Iglesia nacido en suelo argentino.

“Que sea lo que tenga que suceder”, pensó, y era lo que se decía a sí mismo en los momentos de incertidumbre interior.

Como si le hubiese leído el pensamiento, fray Bartolomé dijo sin mirarlo:

—Créame que para lo que usted va a ver hoy, nadie está lo suficientemente preparado.