Patria Mía
I. La Tiranía de la Superstición
Sebastián Dozo Moreno
Quien posea brazos, sangre, músculos e inteligencia, y juventud de espíritu, y no se decida a entrar en la cosa pública con ánimo abierto y renovador, comete en esta hora una falta de omisión grave. Nadie nace por azar en un determinado lugar y tiempo, y este misterio de la pertenencia a un país y una época precisos, obliga a cada persona a saltar sobre sus intereses particulares para participar en la esfera del bien común, que no es otra que el de la política nacional. Pagar los impuestos, votar, y realizar el propio trabajo de modo eficaz, no es bastante cuando nuestros dirigentes se han propuesto sacrificar a todo un pueblo en aras de sus beneficios propios, y de la satisfacción sin fondo de sus vicios y hambre de dominio. ¿Miraremos indolentes cómo la República es prostituida por los cafishios del poder político, que hacen de la astucia una virtud, y del latrocinio un privilegio de poder?… Quien no se sienta tocado en su carne, sufre de atrofia moral, ¿o es posible que alguien permanezca impasible ante el abuso y manoseo de los gobernantes, que introducen sus manos infestas cerca de las zonas pudendas de los ciudadanos, para hacerse de sus salarios en forma indiscriminada con el beneplácito de los supuestos árbitros de la Justicia?
A un pueblo se lo domina mediante la superstición, que no es sino la obra maestra del miedo sistematizado. Y sobre los argentinos pesa la superstición de que los poderosos de turno son invencibles, y de que la costra de inmoralidad que los recubre hace de ellos seres poco menos que intocables, y como pertenecientes a una raza superior, aunque no sea más que por su impunidad comprada, y su halo de cele- bridad. Pero la realidad más cierta es que no sólo no son invencibles, sino que su corrupción los ha vuelto blandos e inconsistentes, como todo organismo del que ha huido el alma para quedar expuesto al rayo de la justicia divina, y al calor de la cólera popular, que es divina también por derecho y participación.
¿Cómo se vence este miedo supersticioso? Igual que se supera cualquier humano temor: haciéndole frente a plena luz del día, con la fuerza de la razón esclarecedora y la voluntad de trabajo paciente y obstinado. Con el compromiso activo, y la colaboración en proyectos económicos, sociales, educativos, o de la índole que fue- re, según concierna a la capacidad de cada cual.
Quien aún mira con respeto a quien los medios
renombran, sin reparar en la integridad y trayectoria del político en cuestión, es un envidioso encubierto y un cómplice manifiesto; quien reverencia el carisma más que la honestidad, la viveza más que la bondad, y la argucia politiquera más que la estrategia inteligente ordenada a un buen fin, es un esnob y un idólatra incurable; quien prefiere al personaje antes que al hombre capacitado y de nobles intenciones, es un televidente al que más le vale no quitar las narices de la pantalla para no extender su daño más allá del ámbito de la virtualidad.
Y yo me pregunto: ¿quedan en la Argentina varones de principios firmes capaces de entrar en la arena política sin temor ni temblor? ¿O la nueva juventud sacia su sed de ideales con un breve pasmo de valentía al espectar las hazañas de un héroe hollywoodense, mientras mastica en su butaca maíz inflado y sorbe un mejunje azucarado como un infante que no precisa de nada más en su Mundo Feliz? ¿Quedan en la Argentina mujeres de temple indomable capaces de dar a luz a una generación de fuertes, y de tomar ellas mismas partido en las cuestiones cívicas, para aportar la intuición visionaria y el espíritu de moderación? ¿O canalizan su descontento propagando cadenas de correo electrónico, que no sirven más que para distraer el tedio y crear una ilusión de compromiso social? ¿Y nadie piensa entonces en incomodarse y trascender los lindes de su propio cubil? ¿Seguirá siendo el pueblo argentino un mastodonte quejoso y resignado, que hace colas interminables en los bancos cuando se le ordena, y sonríe para las cámaras si le han ofrecido en el trance un vasito de café?
No dudo que sí hay hombres y mujeres decididos, pero es preciso dar la voz de alerta, e iniciar un movimiento de convocatoria para comenzar a formar las pequeñas células que compondrán el nuevo cuerpo político; pero no al modo de los modernos Frankenstein de laboratorio, sino con respeto por la vida, y sin manipulación ideológica ninguna, ni clonación de proyectos agotados en países extraños a nuestra cultura e idiosincrasia.
II. La revolución creadora
La revolución social no es cosa de violentos. La clase trabajadora no sólo es la de los obreros y asalariados. El quehacer político no es ocupación de ociosos y temerarios.
La clase media, que siempre es la mejor, porque no duerme en el lujo ni se consume en el resquemor sordo del pueblo indigente, debe repensar algunos conceptos que han sufrido una deformación histórica. “Revolución” es uno de ellos, y el primero de todos por su poder movilizante.
Aunque se hable de la revolución de los astros, de la revolución industrial, y de las revoluciones ve- locímetras, la palabra revolución resuena en la con- ciencia colectiva con estridencia bélica y sones de revuelta proletaria. Huele a pólvora fratricida, y a venganza de los más oprimidos. Se la entona en las canciones de protesta, y se la exhibe en las manifestaciones callejeras como una amenaza. Los hombres pacíficos le desconfían, las madres la detestan, los sacerdotes la excomulgan. Sin embargo, como casi todas las palabras, es inocente, y lo que sencilla y
buenamente significa es “cambio”… o “cambio rotundo” si se quiere, o redondo.
Sin embargo, la revolución no se realiza mediante la destrucción rápida y el supuesto odio creador, sino con otros métodos, según puede aprenderse del fracaso de las revoluciones rusa y francesa, que acabaron cambiando a sangre y fuego una tiranía por otra en brevísimo tiempo: al Zar le sucedió Lenin, a Luis XVI Napoleón Bonaparte. Los motivos de estos fracasos son complejos, pero baste decir que la clave está en eso del “brevísimo tiempo”. La pretensión de un cambio súbito supone la imposición de un régimen por otro, y el exterminio de quienes retardan la vuelta de campana de los sucesos políticos. Pero el hombre es un ser en el tiempo, y el tiempo es sucesión rítmica, cambio progresivo, y nadie puede sustraerse a su influjo sin padecer de ansiedad paralizante, o ser presa de una precipitación estéril.
Al odio destructor se opone la disciplina creadora, que acata los tiempos y las etapas, y entiende a la revolución como un proceso antes que como un vuelco vertiginoso; como un “progreso”, precisamente. El “ahora o nunca” propio del carácter adolescente, conduce a la frustración y la barbarie, y beneficia sólo a quienes se aprovechan del momento crítico para prender fuego a los voluntades resecas por el hambre y la explotación alevosa. Pero el incendiario es un resentido y un déspota en potencia, que reniega de la inteligencia humana, y se alza como torre de in- dignación para desplomarse luego sobre el mundo, al decir del poeta.
Lenin, Guevara, Sandino… son los ídolos de los más jóvenes y los impacientes, que evaden el rigor del trabajo y desconocen la eficacia del pensamiento, no de la Idea, sino del pensamiento que ahonda y discurre, esclarece y opta por lo más conveniente para la mayoría. La Idea, casi siempre cifrada en una consigna revolucionaria, o lema de partido, es instrumento de poder inhumano: dardo que se clava en las mentes para obsederlas como aguijón maldito, y para convertir a los hombres en autómatas, y a las masas en maquinarias de destrucción “necesaria”.
Los nuevos políticos no deben sonrojarse al pronunciar la palabra revolución, pero tendrán que paladearla como un vino añejo guardado en odres nuevos. Paciencia es humildad, y el cambio profundo es transformación progresiva. Si los hombres y mujeres de la clase media (que deben mediar entre los intereses de los más necesitados y los más poderosos) no despiertan a su misión revolucionaria en este novísimo milenio, no tardará en asomar su testa el líder violento con la daga homicida en una mano, y la mágica palabra en la otra, para encandilar a los confundidos y descontentos, y arrastrarlos a la devastación “romántica”, impiadosa e inútil.
Una revolución es inevitable. Que sea entonces la revolución de los hombres y mujeres honestos que piensan y trabajan, y hacen el sacrificio patriótico de ocuparse de política aun cuando no sea su vocación específica. El dilema es aceptar el actual estado de cuasi esclavitud al que hemos sido sometidos, o reestablecer los derechos del ciudadano libre creando una nueva fuerza no conformada sólo por políticos, sino por personas simplemente capacitadas y de buena voluntad, dispuestas a decidir el rumbo de su destino y orientar el de las generaciones futuras.
