Otra vida para ese momento

Primera parte

  Sebastián Dozo Moreno

1.

Gaiman – Patagonia, 2013.

Aferró la cabeza de lobo. De bronce. De la aldaba. Jaló de ella. Pero no descargó el golpe contra la puerta. Tal vez no era el modo de entrar en su vida. Después de cuarenta años de distancia.

¿O eran cincuenta?

—Qué torpe soy.

Nadie le podía asegurar que ella abriría la puerta. Era domingo. Más bien. Lo haría su marido. O uno de sus hijos. ¿Y qué diría? No había pensado una excusa. “Un amigo de la infancia”, pensó. Porque eso le daría a su visita un carácter inocente. Pero no. No era la verdad. Y además. Ni siquiera sabía a qué colegio había ido. Ni quién había sido su madre. Nada. Sólo que se había ido a vivir a Uruguay a los nueve años. Y que a los catorce había empezado a trabajar de moza en el bar de su tío.

—¿Cuál era el nombre de ese bar?—. No lo recordaba. Con la aldaba en un puño, y los ojos cerrados. No podía leer las letras grises. Del nombre. Escrito en la vidriera amplia. Prístina. En la que se reflejaba el teatro de enfrente que se llamaba… Tampoco recordaba el nombre. Pero qué bello era. Con sus columnas. Sus estandartes rojos. Con letras doradas. Anunciando “Don Giovanni”, de Mozart. Sí. Ahora lo veía con claridad. Eso era lo que estaba anunciado en el teatro el día que entró por primera vez al bar. Del tío. De Florencia.

—Don Giovanni…

Venía del centro de Montevideo. Rumbo al casco antiguo de

la ciudad. Y al pasar por la vidriera del bar. Vio. Primero. El reflejo de los estandartes rojos que el viento hacía ondear. Y después, en medio de ese espejismo ondulante. A ella. De perfil. En el momento en que tomaba el pedido a dos extranjeros. Hombre y mujer. O andróginos más bien. Rubios. De cara lavada. Y ojos celestes redondos e inexpresivos. ¿Fue por el contraste de su persona con esos seres extraños, que la vio con tanta nitidez? Con su pelo negro. Largo. Ligeramente enrulado. Su tez morena. Y sus ojos. ¿Pero cómo es que pudo verles el color a esa distancia, y con los estandartes del teatro reflejándose en la ventana? Eran violetas. Y no sólo vio que ése era su color. Cosa que un instante después pudo comprobar. Sino que. Además. Fue lo primero que vio al mirar al interior del bar. Antes que al teatro. A los extranjeros. Y a ella misma. Lo primero no fueron los estandartes rojos. No. Sino ese prodigio de la naturaleza. Dirigiendo hacia él su mirada. Como si ella hubiera estado mirando hacia fuera esperando a que él pasara y la mirara. Más aún. De no haber sido por eso. Por el color de sus ojos. No se habría detenido y entrado. Habría seguido su camino rumbo al puerto. Que era en donde pensaba comer. Porque —le habían asegurado—, allí se comía la mejor carne del mundo.

—¿Solis? —dijo. Y sí. Ese era el nombre del teatro aquél.

Oyó un eco de voces. En el interior de la casa. Risas de niños. Y una voz gruesa de varón. Apoyó la aldaba despacio. Amortiguando el toque con los dedos. Y se alejó. Cuánto le habría gustado oír la risa de ella. O su voz. Y entonces. Sabría que ella estaba ahí. Y que todavía. Existía. Era real.

Después de cincuenta años. El pasado es más nítido y sólido que el presente. Y si se deja de ver a alguien por mucho tiempo. Al saber de su existencia. El sorprendido se pregunta: “Pero cómo, ¿es que todavía vive?”. Que equivale a decir: “¿Existe a pesar de que yo no lo estuve viendo todos estos años?”. El sentimiento infantil. Egocéntrico. De que sólo existe aquello que uno mira. No desaparece. Se agrava con los años.

Se alejó. Las manos frías en los bolsillos. La respiración va- porosa. Azul. ¿Por qué elegiría vivir en el sur?

—Debió decidirlo su marido. Ella pertenece al trópico por su pelo negro y su piel.

No tenía apuro. Ya encontraría la ocasión. A su edad, la ansiedad es signo de inexperiencia. A partir de los setenta años, ya no se espera nada. Ni se desespera. Se es inmortal. Sin embargo, algo que no es angustia, ni rencor, lo incomodaba. No lo dejaba respirar a pecho abierto. Era algo indefinido, inmaterial, que a veces lo sentía en la garganta, y otras en el pecho, y la peor de las veces en el abdomen. Una especie de vacío. De burbuja de nada. Pero que no era angustia.

—No. No es eso. Aunque se le parece.

Y era algo que no le quitaba el sueño. Pero que le impediría morir.

Sí. Esa especie de vacío. Que no era tal cosa. Sino un mal de naturaleza indefinida. No lo dejaría irse en paz de este mundo. Peor aún. No lo dejaría morirse cuando él lo quisiera.

Por eso estaba ahí. En ese lugar remoto del mundo. Tan lejos de su familia. De sus amigos. De donde había transcurrido su vida entera.

—Me casé. Procreé. Cumplí con la especie. Trabajé de sol a sol. Cumplí con los hombres y con Dios. Tuve una amante. Así que también al diablo le di lo suyo. O a la soledad. Que es lo mismo. Nadie puede reclamarme nada. Amé a mis hijos. Adoré a mi mujer. Gané el pan con mi sudor. Amigos. Compañeros de trabajo. Alumnos. Y hasta mis nietos. Tomaron algo de mí. Bebieron de mi sangre. Tomaron fuerzas de mi energía vital. A todos. Los dejé abusar de mi tiempo y de mis bienes. No mezquiné nada a nadie. Siempre que me fue posible brindar algo. Lo di. Al mendigo y al rico. A la mujer abandonada… Sí, a esa mujer que fue mi amante. La reviví en mis brazos. Le di algo de la pasión que me sobraba. Y la dejé ir. Liviana. Rozagante. Pero después, fui yo el que se quedó pálido y frío. Por diez meses. Hasta que la sangre me volvió a correr roja y limpia. Con su ímpetu natural. Nada me despertó en mi vida más piedad que una mujer sin amor.

Dobló en una calle. Y caminó. Rumbo al muelle del lago.

Desde el que había visto el atardecer el día anterior.

Hundió la cabeza entre las solapas de su campera de piel de cordero. El olor a tierra de esa piel le agradó.

—Cumplí con todos y con todo. Y cuando no fue así. Fue porque algo superior a mis fuerzas me lo impidió. Así que ahora. Que compré con galones de sangre mi derecho a decir yo. Y a volverle la espalda a todo lo que fui. Libre y sin deuda alguna. En paz con los hombres y las estrellas. Sin nada que ganar ni que perder. Y habiendo llegado a la edad en la que se pasa inadvertido. Y nadie reclama nuestro consejo ni favor. Viajé a este lugar. A cumplir con lo que me debo a mí mismo. Desde hace medio siglo. Y que llevaré a cabo aunque sea lo último que haga en mi vida mortal.

Pensando estas cosas. Se daba fuerzas para no desistir. Porque lo cierto era. Que le faltaba valor. Nuevamente. Igual que le había sucedido hacía cuarenta años.

—¿O cincuenta, más bien?

Y puso un pie en el muelle crujiente. El agua turquesa del lago. Lo embelesó. Detrás. Picos nevados atravesando una lámina gris. Acerada. De nubes. Se frotó los dedos. Ahuecó las manos. Se

las sopló. Lo calaba un frío de muerte.

—¿Quién puede elegir un lugar así para vivir? —. Y se quedó con las manos a la altura de la cara. Inmóvil. Le había pasado por al lado. Un joven vestido con una campera liviana. Abierta. Con una caña al hombro. Que parecía indiferente al frío y a todo.

—¡Hola! —. Pero el pescador ni lo miró—. Mejor me vuelvo a la hostería.

Echó una última mirada al paisaje. La nube que cubría la mitad del cielo. Gris. Y de borde curvo como el de una guadaña afilada. Le hacía sentir el frío en las venas con mayor intensidad. Apretó las solapas del abrigo contra la garganta. Ningún color se le animaba a ese gris imperioso. Que todo lo teñía con su brillo opaco. Lacerante. Las agujas de los pinos. El lago. Las casas. Los botes que levitaban. Sin peso alguno. Sobre el turquesa grisáceo de las aguas.

—Pero no… Es una sola agua. Y no muchas. Un agua quieta y única. Acá no puede hablarse de aguas. Ni de cielos. También el cielo es uno y solo. Uniforme. Laminoso. Y sin fisuras.

Más aún. La superficie del lago parecía el reflejo del cielo. Su doble líquido. La hoja inferior de una guadaña de doble filo.

—¿Pero hay guadañas así? —. Y recordó que sí había hachas de filo doble—. ¿Pero guadañas?

Bajó del muelle. En la orilla. Buscó una piedra pesada. La encontró. Tenía el color del cielo y del lago. Volvió al muelle. La arrojó. Necesitaba ver que esa agua se quebrara. Y multiplicara en ondas expansivas. Vivas. Vibrantes. Romper la impasibilidad del paisaje incoloro. Alterar la armonía inhumana que lo envolvía. Antes de ver caer la piedra. Lo miró al pescador. Apretó los dientes. No debió haber hecho eso. La pedrada espantaría a los peces. Hundió aún más la cabeza

entre las solapas. La piedra hendió la superficie plomiza. Nada. Ni un ruido. Como si más que caído. Se hubiera abismado. ¿Era eso posible? Recordó que en el desierto de Nazca. En Perú. La arena. De tan fina. No se mueve con los huracanes que soplan en la zona. Como si de tan fina fuera compacta y pesada. Una. Indivisa.

—No se puede hablar de las arenas de ese desierto. Lo mismo con este lago. Es una sola agua. No puede ser alterada. Sólo un meteorito podría romper su compacidad. Sólo… —el pescador volvió a arrojar. Más lejos esta vez. La línea. Y la plomada. No hizo ningún ruido al hundirse en la nada. A lo lejos. Un ave inmensa planeaba en círculo sobre la masa impasible. Estoica. Del lago gélido—. Ahora sí…

Y se encaminó a la hostería. Había llegado en la mañana de ese día. Y no podía recordar. Para su espanto. En qué había viajado hasta ese lugar. Cómo había llegado. Pero no era algo nuevo. Que se olvidara de hechos recientes. En cambio. El pasado. Lo recordaba con nitidez. Y hasta con cierta morbosa claridad. Olores. Tersuras. Todo lo podía recordar con la agudeza del que está bajo el efecto de un fuerte narcótico. De a ratos. Lo embestía el olor a alquitrán que le venía de una fábrica de postes de luz, que estaba cerca del colegio de su infancia. Debajo del puente que tenía que atravesar para ir al campo de deportes. Tan claro era el recuerdo de ese olor. Que hasta los ojos se le nublaban ahora. Y le impedía res- pirar con amplitud. Cuando cruzaba el puente aquel. El pecho se le cerraba. Las narices le ardían. Se detenía. Apoyaba las manos en las rodillas desnudas. Y recobraba el aliento con los ojos cerrados. Antes de seguir.

Se incorporó. Como si en ese mismo momento estuviera en el puente aquel. Y el olor a alquitrán lo hubiera vuelto a asfixiar.

—En este estado. ¿Cómo voy a poder hacer… lo que vine a hacer?

Entró a la hostería. Toda de troncos. Sobre la estufa hogar.

Gigante. Una cabeza astada de ciervo.

Los ojos vidriosos del animal. Sin vida. Lo estremecieron.

—¿Quién es capaz de disparar contra esos ojos inocentes?

—. La bestia, parecía haberse quedado congelada de asombro. En el momento de ser asesinada.

Se acercó. Lo había asaltado una idea extraña. Que quizás. Había quedado en el ojo del ciervo. La imagen del cazador. Como dicen que queda la imagen del asesino en el ojo de la víctima. Rodeó una mesa ratona. Sobre la que había una pila de libros. Una guía turística. Y dos ceniceros. La corrió. Se subió encima. Y se asomó al fondo del ojo izquierdo. Marrón. Del inocente. Como quien se asoma por la cerradura de la puerta de una habitación. En la que se está cometiendo un horrendo crimen.

Nada. La pupila negra. Dilatada. Del animal. Era un abismo ciego. Circular. Aferró una rama puntiaguda del asta soberbia. Real. Había sentido un vértigo ante esa negrura insondable. Se alejó un poco y entonces sí. Vio en el disco del iris. Una figura humana. Moviéndose.

Oyó un ruido de llaves. Se volvió. Lo que había visto. Era el reflejo del hospedero, que colgaba en un tablero las llaves de las habitaciones.

Bajó de la mesa ratona y la devolvió a su lugar. Señaló al animal sin mirarlo. Iba a disculparse. Pero al ver que el hospedero. Que sin duda era el dueño. Por la arrogancia de su porte. Ni siquiera había reparado en él. Subió la escalera y entró en su habitación. La puerta estaba abierta. Y todo estaba ordenado. Sobre la cama.

Un pequeño equipaje. Con lo justo. Para pasar allí una semana. No más. Ni una hora más. Porque era el tiempo con el que contaba.

Se echó en la cama. Las manos cruzadas detrás de la cabeza.

—Mañana la voy a seguir. Y le voy a hablar —. La imaginación descendió sobre él y le aferró el cráneo con sus garras de águila. Como si el ave aquel que sobrevolaba el lago inmóvil. Lo hubiera atrapado de improviso, atrapándole las sienes. Traspuso el umbral de la puerta del bar. De Montevideo. Como había hecho hacía más de cuarenta años. El olor intenso a café expreso. Le escoció las narices. Lo deleitó. Por delante de los ojos. Le pasó el filo del disco plateado de la bandeja que Florencia llevaba en la palma abierta. A la altura de su hombro. Como una luna llena horizontal. En la que se espejaba su perfil recto. Y su pelo negro. Ligeramente enrulado.