La Hoja de Plata

¡Retírate Aquilón!… y ven tú, ¡oh viento Austro!

a soplar en todo mi huerto, 

y esparce sus aromas… 

Melchor Cibenensis

 

Por qué el hombre está condenado a la aridez y la derrota

cuando su sangre es la de un dios, hijo del trueno, del hacedor recóndito 

de los mares y el sol, de Sirio, el oso, y la hoja de plata del álamo flexible

que hoy mi hijo alzó del huerto con dicha y admiración, y lanzó un grito 

de júbilo contra un cielo menos azul que sus iris, y menos altivo que su sentir.

Los dioses, nuestros muertos amados… ¿Dónde están? 

En qué espesura de la memoria inhabitada. 

En qué floresta de la Galaxia Inaccesible… 

A veces, en el pozo de la noche, sus presencias nos rozan, nos erizan, 

pasan y se van… Fueron ellos, lo sabemos. Nuestros pies se incendiaron

con un fuego invisible. Nuestra mandíbula se puso rígida, y dulces oleajes

de emotividad arrasaron nuestros cuerpos tumbados, estremecidos 

en el fondo de un mar negro cargado de relámpagos, parpadeos, susurros, 

y manos que se tocan en la inmensidad: anémonas traslúcidas

que una marea enciende y despeña por un acantilado abisal, sumergido,

con los filamentos lúcidos entrelazados.

 

A vos, me dirijo, león de la selva del cielo, guardabosque sombrío 

del robledal céltico, hechizado, cuyas hojas sisean en el claro nocturno 

de mi centro sitiado por tu presencia asoladora. 

He roto contra mi pierna mi lira para hablarte a los ojos, sin cánticos, 

sin rodeos sonoros, sin palabras melosas ebrias de sumisión… Y ahora

cojeo perdido por caminos devastados, lisiado de música, de ritmo y de

verdad… Para hablarte a los ojos, monstruo metafísico, que con la misma 

arcilla moldeaste, a tu imagen, al mono, al genio, y al minúsculo ciempiés;

al loco, al águila, y al ratón; al niño, a la mariposa, y al criminal;

al rayo, al agua, y a la mujer… 

¿Quién podría encontrarte removiendo esas máscaras del Gran Teatro Cósmico, del que sos el único poeta, coreógrafo y actor?

 

¿Quién podría reconocer tu estrella en una constelación de miradas perdidas?

¿Quién podría descifrar el arcano de tu nombre en las nervaduras

rojas de la hojarasca otoñal, que el vendaval revuelve con un soplido 

lánguido de pasmo y desesperación?   

Y mi hijo alzó hasta sus ojos la hoja de plata del álamo flexible, y lanzó 

contra el cielo un grito de júbilo primaveral… ¿Acaso él leyó el nombre dorado?

¿Acaso él deletreó la escritura deiforme, hermana de las runas, los trinos, 

y el zigzagueo ardiente de la serpiente genesíaca? 

¿Acaso él me susurrará tu nombre al oído, en mi hora final?… 

 

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