La Piedra

El alma que entre allí debe ir desnuda, 

temblando de deseo y fiebre santa…

Sobre cardo heridor y espina aguda, 

así dice, así sueña, y así canta… 

Rubén Darío

 

Dejo a los hombres en su ajetreo, y a las mujeres en sus quehaceres diarios, 

y al niño en sus juegos de infancia, y al anciano en los suyos.

Las máquinas… ¡Ay!… los artefactos de luz histérica… ¡Ay! 

Me place el ¡ay! de los poetas de antaño, que leían con velas, sombras tremolantes, y un dulce licor. 

Suspiro… Soy hermano del fuego, el mirlo y la pasionaria. 

Suspiro, y me plazco en declararme amigo de lo caduco, viejo e inmortal, 

y enemigo mortal de todo lo que aliena con mano de hierro, con risa de hiena, con brillo azul de luz emponzoñada, cargada de imágenes anti-poéticas, 

estériles y malditas.

El hombre de Neanderthal es más cercano a mí, en su tibia caverna. 

Es más afín con mi espíritu troglodítico, amante de las estrellas todavía innombradas, mistéricas, iniciáticas, que laten al son del corazón del tigre

que mi paso persigue por los caminos tortuosos 

de su intrincada piel.

Llevo al hombro mi carcaj, y a flor de garganta mi carcajada salvaje, 

salvífica, desconsolada…  

Nadie lo sabe. Nadie. Y no importa… 

Que para salvarme, tuve que enloquecer.

 

Pero no sólo acecho al tigre y al venado, que con su cornamenta 

espinosa, relampagueante, tuerce hacia mí su cabeza enramada, 

boscosa, antes de darse a la fuga por galerías de cristal. 

No sólo vago en la montaña, cuando todos duermen,

en busca de pupilas de jaspe, e iris de carmín… ¡No! 

Ni de ninfas sinuosas, ni de ideas morbosas, ni de huellas barrosas 

de un amor que me sigue, agorero, mortífero, delante de mí… ¡No!

Voy a la caza incierta de una corza de pie ligero, blanca, fugitiva, 

que vi un día en mi infancia, bañándose en un río 

de leche, vino y miel. 

Separé mis piernas y agucé la mirada: un mechón de pelo negro, retinto, 

partía en dos mi frente (fleco de crin mojado 

en salitre de sudor).

Y tensé mi onda, y le arrojé mi piedra sin ninguna piedad. 

Era mía esa corza, toda mía. Había huido de mí saltando el vallado 

de mi inocencia absorta, desprevenida. 

Se había ido de mí, desalmándome, sin ninguna piedad.
Mi piedra hendió el aire. Hendió el aire mi piedra como un diminuto 

cuerpo celeste que vulnera la atmósfera. Y fue a incrustarse, humeante, 

entre los ojos del cérvido inofensivo, tierno, despavorido. 

Y en su frente la piedra se convirtió en herida, en astro, y en rubí.

 

¿Lo ves? Te lo decía mi amor… No sé lo que me digo. Ni lo que hablo, 

ni por qué sueño despierto bajo el dardo fulmíneo de un sol rajante…

No está bien… ¡No está bien!… 

Mientras otros laboran, o se amontonan atónitos, sin memoria, 

en avenidas hórridas, en andenes fatales, o en los vértigos verticales

de un rascacielos helado y sin color… Que yo la evoque ahora, a pleno día, 

a esa corza lacerada por mi mano infantil, y aún la persiga 

por los desfiladeros de la noche mediúnica, pasado ya el hemisiglo infausto 

de mi vida selvática, y dantesca… ¡No está bien!… 

Pero no siente culpa… ¡Culpa alguna! el monstruo bicorne al que un dios electriza para que en vano hable, y en vano profetice, y bendiga y maldiga,

y sacuda sus cascos por las arterias turbias de una ciudad profana,

pesadillesca.  

 

Pero espera… ¡Detente!… ¿Ya te hablé de la corza que persigo 

en las noches, munido de mi risa, mi llanto y mi carcaj?… 

¿Te hablé acaso de la roja transmutación?

¿De cómo la opaca y dura sílice mutó en el hueso hendido 

de la bestia albifronte, hasta volverse gema lúcida, clarividente?

Me lo temía…  Te lo he contado en mi insomnio una y diez veces mil.

No llores sin embargo. No reniegues. Ni yo puedo explicarlo.

No tuve escapatoria. 

Poeta yo en un siglo procaz, prosaico, infame.

Filósofo cavilante en un mundo impensado, monolítico.

Taumaturgo, arúspice, psicopompo, hierofante de una Heliópolis mítica

vuelta en un día polvo, cenizas… ¡sangre!… su nombre, sus escribas, 

sus dioses, sus pirámides, sus jardines de rosas, sus Isis virginales, 

sus tumbas y atanores, sus niños, sus albores, y sus noches siríacas, 

y sus tardes fragantes, sus papiros sapientes, y sus ocas plumíferas… 

Todo venido a nada por una plaga impía de sátrapas 

profanadores. De lúbricos violadores de templos y doncellas, 

de roncas puertas áureas con una cobra enhiesta, un loto blanco, 

y la mágica pluma de Maat… 

Todo arrasado y muerto, todo incendiado y pútrido, 

todo, en fin, calcinado, pervertido… ¡Arrojado!… al inframundo oscuro 

de un no ser pertinaz…

¿Ahora entiendes amada eso que nadie sabe, eso que a nadie importa,

Que para yo salvarme… ¡Salvarnos!… Sobrevivirnos, en esta era aciaga

de bosques desenraizados, y corzas asesinadas… 

tuve que enloquecer?

 

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