Aspasia
Dramatis Personae
Aspasia: primera filósofa de Grecia y esposa de Pericles. Fundó en su tiempo una Academia de Retórica y Artes Amatorias. Fue maestra de Sócrates.
Pericles: rey de Grecia. Bajo su gobierno, Grecia conoció un esplendor que jamás antes había tenido. Fue mecenas de artistas y poetas. Durante su reinado, erigió el Partenón.
Alcibíades: sobrino de Pericles y discípulo predilecto de Sócrates. Llegó a ser rey de Atenas. Su ambición desmedida precipitó la ruina de Atenas. Fue famoso por su belleza y temperamento fogoso.
Sócrates: filósofo y conversador agudo. Divinizó la razón humana. Se cree que fue discípulo y amante de Aspasia. Fue maestro de Platón.
Anaxágoras: filósofo nacido en Jonia, al igual que Aspasia. Pericles fue su mecenas y protector. Formuló la teoría de que el universo es gobernado por una Mente superior, y que el torbellino es la modalidad natural de la vida.
Diopeites: sacerdote fanático que persiguió a Fidias por sacrílego, y fue el responsable de que el gran artista muriera encarcelado. También logró que Aspasia fuera juzgada por el cargo de corruptora de la ciudad.
Friné: famosa prostituta de Atenas, protegida de Hipónico, el hombre más rico de la ciudad. Su cabellera pelirroja, senos y caderas, fueron célebres entre los atenienses.
Primera parte
Sebastián Dozo Moreno
Desde lo alto de aquella colina el espectáculo era horrible y fascinante: un cuerpo desnudo de mujer traído por las olas golpeaba contra unas rocas como una sirena muerta.
Era uno de esos días despejados y ventosos en los que el mar tiene el mismo color turquesa del cielo, y las costas espumosas del Pireo esparcen un aroma a mar profundo que embriaga a las mujeres y vigoriza a los hombres.
No es entonces un viento lo que sopla en Atenas sino un perfume denso, verdoso, que se arremolina en el ágora, ulula en los templos, se filtra en las casas, hincha las cabelleras y los pechos e inspira a los generales declaraciones de guerra y a los esclavos fantasías de sublevación.
-Quién sería —preguntó Pericles a su amigo filósofo.
El viejo Anaxágoras se demoró en responder: sabía quién era la víctima y que su respuesta iba a inquietar al Soberano.
Una ola alzó al cuerpo exánime y lo depositó sobre una roca con suavidad.
Es la sacerdotisa del templo de Apolo -. Y se metió en un puño la barba gris.
-¿Puedes asegurarlo?
-Sí, me advirtió lo que iba a hacer -dijo Anaxágoras-, pero algo me impidió reaccionar.
-¡Busquen el cuerpo de esa mujer! -ordenó Pericles a sus soldados y se marchó adusto y con las manos en la espalda.
Todos se apartaron para dejarlo pasar, menos un niño que se soltó de la mano de su madre y comenzó a saltar y a agitar una espada de madera alrededor suyo:
-¡Los persas!… ¡Hay que matar a los persas! -gritaba eufórico.
Pericles se paró en seco y lo tomó al niño de los brazos alzándolo medio metro del suelo:
-Hicimos la paz con los persas y también con los espartanos -le dijo con gravedad como si a través de ese pequeño le hablara a las generaciones futuras-. Sofocamos las rebeliones del Egeo, honramos a los dioses con estatuas y templos magníficos, todos los Estados de Grecia nos rinden tributo, no hay flota superior a la nuestra en ningún mar conocido y nuestras leyes son tan justas y eternas como las que rigen los astros y las estaciones… ¿Por qué habría que salir a matar persas?
El niño colgaba de las manos del gigante con la espada en la mano, callado y sin miedo.
-¿Cómo se llama? -preguntó Pericles, soltándolo.
La madre, una joven esbelta de pelo lacio negro y con un seno descubierto alzó a su hijo en brazos y lo miró con carácter al Soberano:
-Polifonte, como su abuelo, que murió en Salamina, y como su padre que murió en Queronea bajo las órdenes de Tólmides -. Y alzó el mentón, que era delicadamente redondeado como si el mismo Fidias lo hubiese esculpido.
-Que Zeus los bendiga -. Y siguió su camino, orgulloso de ser el conductor de una raza capaz de engendrar a semejantes almas:
“Tú eres la madre anónima de Atenas -pensó, sintiéndose dueño de esa mujer-; la que amamanta a los héroes de esta tierra desde hace milenios. La que inventó al pie de una cuna los mitos que hoy representan los poetas ante multitudes. La que purifica el suelo ensangrentado de las batallas con sus lágrimas (y la coronó en su imaginación con una rama de olivo), la madre inmortal que jamás habla en la Asamblea, ni en los tribunales, ni es laureada en las fiestas Panateneas, y sin embargo es mi madre, mi hermana, mi hija”… Se detuvo con la intención de ir a buscarla para colmarla de honores, pero la imagen de otra mujer de ojos redondos y azules fulguró en su mente, y reanudó el paso.
Pero no sólo esa visión le impidió ir en busca de la joven, sino la sensación vaga y amarga de que no sentía nada de lo que pensaba. Sus palabras le sonaban como extractos de un discurso pronunciado ante la Asamblea:
“Hice el ridículo ante ese pobre niño”, se dijo, cuan- do en realidad lamentaba haberse humillado ante la muchacha.
A fuerza de dictar leyes, decretos, y ejercitar el arte oratoria, no hallaba en su corazón una sola palabra genuina. En cambio, si palpaba sus recuerdos sentía alguna tibieza en las palmas.
Recordó la madrugada de su primer desembarco en una playa de oro cuando combatió a los rebeldes de Egina… ¡Entonces sí que la sangre le tensaba las venas! ¡Entonces sí que era verdad que su madre había soñado con un león la noche de su alumbramiento!… Recordó cuando se hacía a la mar en plena noche con sus buenos amigos y en medio del Egeo echaban anclas, se arrojaban al agua negra salpicada de estrellas (como si se zambulleran en un cielo acuoso), y luego de nadar, sumergirse, y levitar sobre las olas con los brazos abiertos de cara a las constelaciones, subían a cubierta y él se acomodaba en la proa para gozar del lento cabeceo de la nave… “¡Canta una canción!”, le ordenaba a Damón y el músico tomaba la cítara y llenaba el aire de temblores… ¿Y qué diferencia había entre el vaivén de esa música con el de las olas y el del cuerpo de la mujeres? Todo era uno y el mismo placer, que era estar vivo y no creer en la muerte, vivir en la Tierra y sentirse un dios, ser feliz y no saberlo.
A lo lejos divisó las murallas que protegían la ciudad y que él mismo había mandado construir contra la ambición espartana… ¡Todo un símbolo de lo que había hecho con su vida los últimos veinte años!
“¿Cuándo fue que alcé esta muralla que me aísla del mundo?”, pensó con un disgusto que no llegó a convertirse en dolor. Y una voz profunda le subió de las entrañas y lo amonestó: “Tú amabas la poesía”.
Sus ojos se iluminaron con la lámpara de aceite de la casa de Hiperlao, en donde se reunía con los admira- dores de Anacreonte a leer los poemas que celebraban el vino y la mujer, la guerra y el incendio de Troya, la danza y el despilfarro de la juventud… “Yo amaba la poesía”, se dijo, queriendo recordar cuándo era que se había enfriado su amor por las musas, y las teorías de Zenón sobre “la inexistencia del movimiento” desfilaron por su mente causándole malestar:
-¿Que el movimiento es una ilusión de los sentidos?… ¡Es absurdo! Todo cambia y se transforma -. Miró hacia el mar, y la planicie azul le inspiró ideas de fuga y liberación:
“Aquí ya no podré ser libre… Debería irme a Egipto, o a Tracia, en donde las mujeres son alegres, de piel lisa y morena, y por las noches…”, pero el rostro de la mujer de ojos azules se le volvió a aparecer para doblegar su voluntad:
“¿Qué haría Atenas sin mí?”, pensó compungido, cuando su sentir era: “¿Qué haría yo sin Aspasia?”
A su lado pasó un carro tirado por bueyes con bloques de mármol del Pentélico con que se edificaba el Partenón, pero no reparó en las bestias ni en la carga. Sólo miró a los esclavos que caminaban detrás con las rodillas sangrantes y los rostros blancos por el polvillo de las canteras:
-Soy uno de ellos -. No quiso pensar más.
*
Aquel bosque era cerrado, oscuro, y sus intrincadas galerías formaban laberintos en los que un hombre podía extraviarse horas, días, o para siempre. Quedaba muy cerca de la ciudad, pero quien se internaba en él tenía la sensación de haberse alejado varios siglos de Atenas, la ciudad luz.
El Bosque de Dioniso, le llamaban unos, La Puerta del Tártaro, otros, y tanto se celebraban allí ritos siniestros, orgías y confabulaciones, cómo iban a arrojar los criminales a sus víctimas, o a pasearse desnudas y coronadas de guirnaldas las mujeres de mala vida. En el fondo de ese reino húmedo y musgoso, poblado de ecos y gemidos, de sombras furtivas y amantes sin ley, era imposible creer que algo llamado Grecia hubiera existido alguna vez. En esas sombras sólo podía creerse en la verdad del instinto.
Se oyó un grito de mujer entre extasiado y agónico, y un aleteo estrepitoso estalló en la copa alta de un árbol. Al ruido de alas le siguió un silencio absoluto que rompió una piña cayendo entre unas ramas. Luego sonaron pasos que huían veloces, risas, y una voz gruesa de varón:
-¡Anadiomena!… ¡Perséfone!…
Una mujer desnuda pasó alzando las hojas con sus pies ligeros -. Su amante la llamaba con nombres de diosas para halagarla-. Tropezó, rodó por el humus del bosque soltando una risotada, se puso en pie y con la cabellera rubia repleta de hojas moradas siguió su carrera dando saltos, girando con los brazos abiertos, cambiando de continuo su rumbo en ese laberinto de árboles añosos (columnas de un templo abandonado hacía siglos).
Agitada y radiante se detuvo detrás de un árbol centenario. Se apretó los senos llenos de vida propia, que en cada respiración se le querían escapar de las manos, dejó resbalar una rodilla sobre la otra para hacerse más pequeña (y porque así se sentía más sensual luciendo uno de sus muslos), y allí se quedó esperando a que su cazador le diera alcance. Estaba acostumbrada a posar largas horas ante Polignoto el pintor, y ante Fidias el escultor, y podía quedarse quieta largo tiempo sin cansarse. Pero en ese momento posaba para el instante en que su amante la sorprendiera… ¡Su amante! Su artista favorito, el que la moldeaba con sus caricias haciéndola en cada encuentro más mujer, más perfecta; el que le afinaba la cintura con su abrazo, el que implacablemente la cincelaba desde adentro sometiéndola al ritmo divino del amor carnal… ¿La Atenea de bronce de Olimpia había quedado reluciente por un rayo que la había tocado?… Ella acababa de ser tocada y traspasada por un rayo más fulminante que el caído del cielo, y su cuerpo blanco palpitaba y difundía en el bosque sombrío destellos de luz lunar (eso era al menos lo que ella imaginaba mientras las piernas le temblaban y se sentía en el cuello cada latido).
“Soy una estatua de alabastro con un corazón de fuego”, pensó sin dejar de posar, y la idea de estar hecha de alabastro traslúcido le venía de la fama que habían adquirido en Atenas sus vestidos de seda transparente. Pero si un artista de talento la hubiera descubierto en ese instante, no habría visto ni una estatua ni una diosa, y ni siquiera una mujer desnuda, sino un animal raro nacido en las entrañas de ese bosque embrujado, y al regresar a su taller habría representado en el lienzo a una mujer con cornamenta o a una gacela con senos de hembra humana en su periodo de celo, con ojos brillantes y húmedos como cegados por una antorcha.
-¡Afrodita! -. Volvió a sonar la voz gruesa de varón.
La joven se sonrió, arrancó de la corteza una barba de liquen y cubrió su sexo con ese vello verdoso para mimetizarse mejor con el bosque. Todavía tenía hojas enredadas en la cabellera y sus plantas se hundían entre las raíces. El joven se detuvo en una encrucijada. Aunque estaba desnudo, tenía puesto un casco de plata reluciente y calzaba sandalias amarillas con cordones de oro.
-¡Huelo tu perfume y voy a seguir la estela hasta encontrarte!
Sostenía en un brazo las túnicas de ambos, y un manto escarlata como los que usan los espartanos en las batallas. En su diestra empuñaba una espada corta y tenía sujeta a la espalda una lira.
-¡Sí!… ¡Sí!… ¡Ya casi puedo verte!… ¡Sí!… -. Y se puso a gatear para descubrirla entre la vegetación tupida del bosque.
“Me haré invisible”, pensó la muchacha e hizo como que se colocaba un anillo en el dedo anular. Su padre, el viejo Axioco, filósofo venerado en Mileto, le había contado una vez la leyenda de Giges, el rey de Lidia que se hacía invisible con un anillo mágico.
Cuando terminó de hacer el ademán de ponerse el anillo, apoyó su mano en la frente en actitud de desmayo inminente y se dispuso a desmaterializarse (su imaginación era tan viva como sus deseos).
El joven creyó ver un borde del cuerpo de la muchacha detrás de un árbol, se puso en pie y avanzó sigiloso.
Al llegar a la columna musgosa la rodeó de un salto y al grito de “¡te tengo!” cayó sobre… Nada. Un juego de luces y sombras de las copas frondosas lo había engañado.
La muchacha soltó la risa y entonces sí el joven guerrero supo dónde estaba:
-¡Por las barbas de Hermes! -gritó al abalanzarse sobre su presa.
-¡No! -gritó ella para hacer más deliciosa la escena del rapto, y dos brazos de bronce le rodearon la cintura y la alzaron como a una pluma.
-¡No!… ¡Maldito! -. Y le mordió un hombro al raptor con su dentadura de fiera joven, mientras sus dedos largos y finos se le enredaban en las cuerdas de la lira que colgaba de la espalda del hombre-fauno.
-¡Eres más feroz que Simaeta! -le gritó aludiendo a la pelirroja que había raptado cierta vez en Megara.
Al oír el nombre de aquella mujer, famosa por su belleza, la muchacha se enfureció en serio, y acostumbrada como estaba a montar en pelo a los caballos briosos de Tesalia, se sujetó al torso del joven con sus piernas de atleta, le quitó el casco de plata y le mordió una oreja como para arrancársela. El raptor cayó por tierra junto con su amante dando alaridos y destrozando con su peso la lira que lo había acompañado en mil galanteos.
Los dos cuerpos rodaron por la tierra negra, luchando, jadeando, entrecruzándose las piernas:
-¡Suéltame cobarde!
-¡Qué enemigo más delicioso!
-¡Te dejaré eunuco con este golpe!
La joven lo mordía, lo arañaba, lo golpeaba en las partes bajas y se le prendía con brazos y piernas como un gato montés.
-¡Nadie nos enseñó en el Liceo a pelear con algo así!
-¡Y no has visto nada! -. Se envalentonó la muchacha y gruñendo le arrancó un mechón.
Pero el joven empezó a vencerla con caricias íntimas, besos prolongados en el cuello firme y carnoso, y palabras halagüeñas dichas al oído:
-Jamás amé así a una mujer.
-¡Mientes!
-Ni las danzarinas de Frigia tienen tu cintura, ni las campesinas de Corinto tienen muslos más redondos y piernas más fuertes, ni las de Sicilia tienen este perfume que resucitaría a un muerto.
-¡Lo del muerto no me gusta! -. La joven era muy exquisita en sus gustos poéticos y en venganza le arañó una mejilla.
-En ti amo a todas las mujeres bellas que existieron.
-¡Y yo no te amo!
-Troya tendría que ser incendiada siete veces para vengar el rapto de una mujer como tú.
Y poco a poco los gruñidos de la muchacha se sublimaron en suspiros, los zarpazos en caricias, las patadas en pasos de danza ensayados en el aire, los mordiscos en besos…
-Siempre serás mía -. Le sopló el joven.
-Jamás -le susurró la muchacha y se arqueó echando los brazos hacia atrás y cerrando los ojos como si se dispusiera a entrar en un sueño profundo.
A lo lejos algo avanzaba por el bosque a toda carrera, quebrando ramas, alborotando a las aves, haciendo retumbar el suelo putrefacto de hojas marchitas y restos de banquetes nocturnos…
