Cuentos para expandir la conciencia/2

Los placeres de la danza

Anónimo de la India

No hay poesía mayor que las historias de la antigua India, sobre todo, cuando su protagonista es Krishna, una de las encarnaciones (junto con su hermano Rama) de Vishnú, protector y conservador del Universo. Cuando Shiva danza para regenerar al Cosmos, pisotea a hombres y astros como a uvas en el lagar. Pero cuando Krishna desciende a la Tierra, toca su flauta mágica, y hace danzar a todo lo que vive al son de su goce envolvente, circular, cíclico. Él no danza, sino que es el eje de la rueda. Él no regenera, sino que impele lo que ha sido generado. Él no se harta de todo lo que existe para devolverlo al polvo del que fue sacado, sino que –amante y siempre joven-, insufla en lo que vive un nuevo soplo vital, musical, capaz de resucitar a los muertos, reverdecer una pradera arrasada por el fuego, o materializar -una noche de luna llena-, a un corro de pastoras danzarinas que hacía un instante dormían, insensibles, en el seno de la casa paterna.

Krisha significa lo mismo que Cristo: “El consagrado”. Ambos fueron hijos de una virgen: el uno de Devaki, el otro de María. “Quienes me adoran con devoción, están en mí, y yo en ellos”, dijo Krishna en el Bhagavad Gita; “Yo estoy en Mi Padre, y ustedes en Mí y Yo en ustedes”, dijo Cristo. “El que me ama, no perecerá”, dijo Krishna; “El que cree en mí, aun- que muera, vivirá”, dijo Cristo. “Yo soy el principio, el medio y el fin de todo cuanto vive”, dijo Krishna; “Yo soy el alfa y el omega”, dijo Cristo…

Tal vez el secreto de estas coincidencias (y las hay innumerables entre una y otra divinidad), esté

contenido en la bella y sugestiva palabra sánscrita “Avatar”, que significa “encarnación terrestre de un dios”. Quizás Cristo, el pastor de hombres, supo encarnar en la India como pastor innumerables veces a lo largo de los siglos. Quizás María fue Devaki, y ésta última, Isis… la diosa maga del Antiguo Egipto, que era representada con el niño dios Horus en brazos. Quizás nosotros mismos encarnamos aquí y allá, una y otra vez, en el misterioso rodar de “los tiempos”. Quizás estuvimos en el Gólgota como verdugos, o como dolientes, o tal vez, miles de años atrás, fuimos testigos, en un punto verde del Valle del Indo, del descendimiento de “el dios” en la lejana y bendecida… Vradsa.

 

Los placeres de la danza

Krishna y las pastoras

Y Krishna alzó la vista al cielo despejado, donde había salido la luna otoñal. Aspiró el perfume de las rosas silvestres de lotos, en cuyos cálices susurraban y zumbaban abejas que enjambraban. Y sintió deseos de ver a las pastoras de Vradsa y de bailar con ellas.

Y Krishna y Rama, el hermano, comenzaron a cantar dulcemente de muchas maneras, tal como gusta a las pastoras.

Y ellas oyeron las canciones, salieron de sus chozas y corrales y fueron corriendo al encuentro de los dos. La una le acompañaba cantando, otra escuchaba sus aires. Esta le llamaba por su nombre y luego se estremecía tímida, mientras esta otra, más atrevida y llevada por el amor, se sentaba al lado de él. Otra más iba a correr hacia él, pero no se atrevía, sintiendo vergüenza de hacerlo en presencia de los pastores de más edad: pensaba en el alma en Krishna, cerró los ojos en devoción y total entrega, y toda obra, buena o mala, se consumió de repente en su éxtasis, extinguiéndose todo pecado al anhelarlo a él. Y hubo quien recordó el origen del mundo, encarnado en el Brama sumo, alcanzando la dicha consumada en suspiros de bienaventuranza.

Le pareció al dios de los pastores, rodeado como se hallaba de las pastorcillas, que la apacible noche de otoño, iluminada por la luna, estaba a propósito para bailar y jugar. Muchas de las pastoras imitaron, jugando en los prados, los hechos de Krishna, y jugando se libraron de sus dolores y anhelos.

Y de súbito apareció ante ellas el sustentador de los tres mundos; sonriendo fue al encuentro de ellas.

Entonces una exclamó: “¡Krishna, Krishna!”, incapaz de decir otra cosa. Otra levantó sus ojos velozmente movibles como abejas que quisieran sorber algo del rostro de loto del dios dorado. Otra más cerró los ojos como por devoción.

Pero cada una de las pastoras quería estar junto a él y bailar con él, de modo que no pudo cerrarse la rueda. Entonces él las tomó de la mano, una por una, y las condujo a su lugar, con los párpados cerrados, y enlazó mutuamente las manos de las pastoras, y cada una creía que encerraba en la suya la mano de él, y que él estaba a su lado y bailaba con ella en la rueda. Pero él se había colocado en el centro del corro y tocó la flauta.

Y comenzó la danza, y los brazaletes y los aros de los pies produjeron agudo sonido al entrechocar. Y las mozas se acompañaron cantando aires amenos en alabanza de las delicias del otoño. Krishna encomió la luna llena, mas las jóvenes loaban una y otra vez a Krishna.

Y cuando una de ellas se cansaba de bailar en rueda, enlazaba los brazos -en que los aros sonaban claros-, en el brazo del bailarín. Y otra, que le había elogiado con dulzura, lo besó. Y el hálito que subía en las mejillas del cuerpo del dios dorado, se condensó como rocío en las mejillas de la joven. Y Krishna siguió y siguió cantando y tocando la flauta para que bailaran. Y las pastoras exclamaron y repitieron si cesar: “¡Oh, cuán hermoso, cuán dulce es tu canto, Krishna!”. Y él encabezó la ronda y ellas lo siguieron… Y él condujo la ronda de vuelta, y ellas se encontraron con él. Ya encabezase la ronda, ya la cerrase; ya vuelto a ellas, ya dándoles la espalda; ya se acercase a ellas, ya se alejase de ellas,

siempre seguían sus pasos.

Así estuvo largo rato jugando y riendo con las pastoras. Y cuando se hallaba lejos de ellas, cada momento les

parecía insoportablemente largo. Les gustara o no les gustara a los padres, los esposos o los hermanos, en cuanto se levantaba la luna, ellas corrían a los prados para danzar con Krishna, a quien amaban.

Porque el ser inconmensurable, que amante lleva el mundo en sí y que borra todo el mal, se había encarnado en la figura de un adolescente, allá en medio de las pastoras de Vradsa, infundiendo su brío en los corazones de ellas, tal como el aire penetra en todas partes. Del mismo modo que en todos los seres están comprendidos los elementos: la tierra, el aire, el agua y el fuego y el espacio, así él está presente en todas partes y en cada uno.