El Carpintero Ojos Color Miel

1. La bestia

Nazaret  

Por Sebastián Dozo Moreno

—¡Por las barbas de Isaías!… ¿Qué está pasando? ¡Es el fin del mundo!… ¡El fin del mundo! ¡Un lobo!… ¡Y un hombre en las nubes! —. Sara corría por las calles levantándose la túnica con las dos manos. Miraba hacia atrás, por encima de su hombro, espantada… —¡Vamos! Levántate…

¡Vamos! —. Y en vano lo quiso levantar de las axilas a Atur, el simple de la aldea, que se negaba a entrar a su casa y forcejeaba con la anciana.

—¡Sara! ¡Ya déjalo en paz! —. Le gritó David, el sastre, al otro lado de la calleja. Atur, desgreñado y rabioso, le hincó los dientes a la mujer en la muñeca carnosa. Sara gritó como urraca y lo abofeteó dos veces. Atur cayó al suelo y su silla se partió. Gemía y babeaba como poseído.

—¡Quién me pone donde no me llamaron! —gritó Sara, y se golpeó las caderas. La madre de Atur salió para socorrer a su hijo loco, que ahora se mordía los nudillos de una mano como si quisiera arrancárselos.

—¡Qué le haces a mi pobre Atur!… ¿Al bueno de mi hijo?

¡Y has hecho que su silla se rompa! —. Lo acunaba en sus brazos, rodillas en tierra. Atur tenía medio rostro cubierto con la cabellera roja, rizada, de su madre.

Ante el escándalo, unos miraban de lejos, otros se acercaban despacio. Atur había nacido atrasado. Se la pasaba sentado a la entrada de su casuca de adobe en un banquito de madera de cedro; Yosef, el carpintero, se la había hecho especialmente. Con la mandíbula caída, no se guarecía de la lluvia si su madre, o Tomás, su hermano gemelo, no lo socorrían. Su padre había muerto hacía mucho. No emitía palabras, con excepción —de vez en cuando—, de algún balbuceo confuso, que enseguida apagaba un espumarajo súbito. Era la primera vez que sufría un ataque así… ¡Y todo por culpa de Sara! que lo había querido entrar en su casa a la fuerza, para salvarlo, porque el fin del mundo era inminente.

Sara se acercó a la madre para suplicarle perdón, pero se paró en seco.

—¡Cuidado!… ¡Corran! —gritó uno.

—¡Quietos!… Que nadie se mueva —dijo otro, agazapado y con los brazos abiertos.

Todos se replegaban en busca de refugio. Por el medio de la calleja, avanzaba una especie de perro negro, de cabeza enorme. Sus fauces goteaban sangre, como si viniera de devorar a un cordero. En cada paso balanceaba su testa pesada, en busca de una nueva víctima.

Kadisha dejó de acunar a su hijo y se quedó estática. El lobo, con la cabeza inclinada hacia abajo, se había detenido y lo miraba a Atur. Los hilos de baba del simple lo habían provocado. Los hombres buscaron un palo o una piedra; algo con que espantar a esa bestia cebada. No fue necesario. Cuando el perro salvaje avanzó hacia Kadisha y su cría desvalida, tembló la tierra, y antes de que el matador de corderos reaccionara, lo atropelló a toda carrera un caballo blanco y robusto, desbocado, venido de nadie sabía dónde, que arrolló al lobo con la fuerza de un carro cargado con tinajas de vino y aceite. Sin detenerse, el corcel se perdió en los laberintos polvorientos de Nazaret.

Sara mostró sus palmas y gritó:

—¡Se los decía!… ¡Es el fin del mundo! —. Y alzó los ojos a un cielo anubarrado, verdinegro, que volvía a las casas más blancas, y a los ánimos más sombríos. Gravitaban esas nubes sobre la aldea desde hacía días, como las telas oscuras del Templo de Salomón, cargadas con la ira de Dios.

Vista desde abajo y de lejos (desde la planicie de Esdrelón), Nazaret era un montón de bloques cúbicos de piedra caliza, salpicados en la ladera verde de una colina baja, con sendas grises que serpenteaban aquí y allá. Las casucas humeaban día y noche. Las viviendas ocupaban las terrazas naturales de aquél promontorio. Sus habitantes decían descender de los sobrevivientes del Diluvio: “Nuestros ancestros hicieron sus nidos de piedra aquí, luego de que Adán rompió la primera alianza con Jehová, y las lluvias desbordaron los mares”.

Todos rodearon a la bestia muerta, que tenía el hocico rojo espantosamente abierto. Un niño se abrazó a las piernas del padre cuando la pupila seca del animal se clavó en él.

—Es un lobo —dijo uno, para aliviar a los demás. Parecía un monstruo salido de una caverna oscura de Samaria, la ciudad de los gentiles, que no sabían adorar al verdadero Dios.

—Sí —dijo uno, y se inclinó sobre el engendro.

Otro más osado, que era pastor, se arrodilló y le tocó con las dos manos el vientre.

—Es una loba, y está preñada —dijo—. Pero no de muchos meses —aclaró, para que a nadie se le ocurriera arrancarle de las entrañas las crías, ahí mismo, con un cuchillo.

—Esto augura el fin de la loba romana —dijo Eleazar, el panadero, que tenía dos hijos revolucionarios, de la secta de los zelotes, y en secreto predicaba la rebelión contra la tiranía del Imperio.

Arrastraron a la bestia hasta el costado de la calleja. La taparon con una sábana blanca de lino, medio rota y gasta- da, que se tiñó de sangre oscura, como si a la tela le hubieran florecido rosas de mala espina.

Lo que acababa de ocurrir, no era el primer signo de que en Israel sucedían cosas extrañas. Todo había comenzado hacía doce días, la noche en que una luz azul, gigantesca, había surcado el cielo con lentitud, para detenerse por tres noches, unos decían que sobre Betania, otros que sobre Betlejem, otros que sobre el monte Hebrón… Desde entonces, se habían desatado calamidades y prodigios por doquier, y la gente andaba alelada como ante la inminencia de un cataclismo natural, o peor aún, como ante un cambio de humor de Herodes el Grande, matador de inocentes, y hasta de su propia mujer e hijos. “Al menos ese criminal no es hebreo, sino un bárbaro idumeo”, murmuraban entre sí los judíos en las sinagogas, las tabernas, los lupanares, y en todo lugar. Herodes sabía esto y, cada tanto, ordenaba una degollina para castigar a ese “pueblo maldito e ingrato”.

—¡Qué te sucede, mujer! —. Le gritó Esaú, esposo de Sara, a la entrada de la casa—. ¡Qué hiciste!. Algo había podido ver desde lejos—. ¡Y qué es esta lastimadura en tu brazo! —. Se rastrilló la barba gris con los dedos —.

¡Ven! ¡Pasa! —. Antes de cerrar la puerta, miró hacia todos lados. En el espejo curvo de sus ojos saltones se reflejaron las gentes, la calleja, y un anciano que pasaba con su asno cargado con gavillas de cebada—. ¿Por qué volviste como loca sin el cántaro, ni el cubo, ni la cuerda? —. Le reprochó a su esposa, que se había puesto a atizar el fuego del horno

—. ¡Mujer! ¡Te estoy hablando! —. Y le aferró el brazo para que lo atendiera.

—¿Por qué dejé caer el cántaro? —dijo Sara, sin soltar el atizador. La llama del horno se alzó y agitó epiléptica. Su perfil resplandeció como iluminado por un robledal en llamas.