El deber existencial de ser feliz
De la ignorancia a la gratitud
Sebastián Dozo Moreno
¿Es útil filosofar sobre la felicidad?
La felicidad no es un tema filosófico. No puede reducirse a eso. Es la vocación primera del hombre. A lo que estamos llamados desde nuestro nacimiento. No me refiero a la felicidad como a un estado de constante bienestar y contento. Tampoco a ese estado de liviandad en el que nada nos pesa ni preocupa. Me refiero a la felicidad como a un estado de intensidad vital. Suele afirmarse que “felicidad” es una palabra pretenciosa. Que la felicidad “son sólo momentos”. Que mejor es hablar de alegría o de realización personal. Pero no. Yo me atrevo a hablar de felicidad, que es a lo que, según Aristóteles (uno de los máximos pensadores de la historia) aspira todo ser humano, abierta o secretamente. Que ciertas experiencias nos acobarden, y ya no nos atrevamos a pronunciar con toda la voz palabras como ideal, amor, plenitud, fortaleza interior, espíritu, o felicidad… es otro asunto. El hombre, y la mujer, desean en su fuero íntimo ser felices, y el día que desoyen ese grito de la sangre, ese hambre de la carne, sucumben bajo el peso de lo que Nietzsche llamó con agudeza –valga la redundancia- “espíritu de pesantez”.
Pero entonces, la felicidad, ¿es espíritu de liviandad? No. Es espíritu de intensidad. Que vale tanto como decir “espíritu de densidad”. Lo opuesto a lo pesado, en el orden del espíritu, no es lo liviano, sino lo denso. O bien. Lo intenso. Intenso está aquel que se encuentra en estado de resonancia y no de vacío. En estado de sensibilidad y no de apatía cínica (la apatía siempre lo es). Intensidad es sinónimo, a la vez, de tensión. Pero no de tensión nerviosa, sino serena, como lo es toda fuerza genuina. El vate inglés expresó esto mismo de modo más simple y directo: “Ser o no ser, esa es la cuestión”. De manera que en estar o no intenso, se juega nada menos que el estar dentro del Ser, o con medio cuerpo en la nada.
Pero el gran problema es que vivimos distraídos, alienados, huyendo de nosotros mismos (aunque al buen decir del filósofo “nadie huye de sí mismo”, porque la conciencia tarde o temprano nos da alcance). Y en esa huida perdemos el alma, la capacidad de goce, y la posibilidad de ser plenamente felices. Lanza del Vasto escribió:
¿Qué es el hastío?
El distraído busca durante toda su vida eludir la reflexión, no volverse hacia sí. Pero siempre, en un momento dado, se tropieza con algo que obliga a la reflexión. Y por más esfuerzos que haga por evitarlo, todo hombre va a encontrarse con sí mismo en algún recodo. Justamente con aquél con quien no quiere encontrarse, a quien no quiere conocer, de quien no quiere oír hablar. Quedarse encerrado cara a cara consigo mismo durante largas horas y especialmente en la noche, es para el hombre que ha pasado todo el día distraído, una suerte de desgracia.
Les extrañará que casi todos los grandes cómicos sean hombres sumamente amargados y predispuestos a la angustia. Les extrañará que los hombres que se pasan la vida divirtiéndose y cuyo único fin es distraerse, sean hombres devorados por el hastío, perseguidos por el hastío hasta en su lecho de muerte. ¿Qué es el hastío? Es el vacío que el distraído encuentra cuando por desdicha o descuido, echa una ojeada sobre sí mismo. Todo se ha vaciado en sus actividades útiles o fútiles, y vale decir acá que la mayoría de las actividades consideradas útiles, sólo son distracciones disfrazadas.
Todos nos debatimos entre la vida y el vacío. Entre la alegría y la angustia. Y sería una utopía pretender estar siempre intensos. Más aún, pretender ser felices, puede ser un deseo pequeño y egoísta, y en suma, el mayor obstáculo para alcanzar la felicidad, que suele ser más una consecuencia que un fin alcanzado con obstinación consciente. Hasta suele suceder que una persona descubra que logró ser feliz porque se olvidó de sí misma y se abnegó por la felicidad de sus prójimos. Pero entonces, ¿vale la pena filosofar sobre la felicidad?
¿Cómo es esto de que sea la vocación primera del hombre, pero que una de las condiciones para alcanzarla sea no buscarla para uno mismo?
Sí, vale la pena filosofar sobre la felicidad, porque reflexionando las personas se conocen y superan a sí mismas. Se adueñan de sus vidas (siempre y cuando le den al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios, es decir, a la conciencia lo que es de la conciencia, y a la sangre lo que es de la sangre. Al alma lo que es del alma, y al cuerpo lo que es del cuerpo. A la razón lo que es de la razón, y al corazón lo que le es propio. A la memoria lo que es de la memoria, y a la vida espontánea y salvaje lo que le corresponde). Y una vez más, estamos con Aristóteles, que advirtió que la vida es alternancia de opuestos (aparentes). También La Biblia en el Libro del Eclesiastés lo dice a su modo: que hay un tiempo para reír y un tiempo para llorar, un tiempo para trabajar y un tiempo para reposar, etc. Y en nuestro caso: un tiempo para filosofar, y un tiempo para arrojarse de cabeza al vértigo de la acción. Al horno de la pasión. A la fragua de la creación. A la ola verde y furiosa de la guerra y el trabajo. Al remolino de esa contradicción insoluble que es la vida misma. Sí, vale la pena filosofar si se toma a la filosofía (a la hora de la reflexión) como un momento necesario del vivir, y no como fin penúltimo o actividad humana superior. Amar es más que pensar. Crear es más que reflexionar o analizar. Sin embargo, ya lo decía el gran catalán Eugenio D´ors, que pensar también puede ser una pasión, pero es algo fuera de lo común.
Como fuere, un pensador que no sabe danzar y enloquecer, es un inválido espiritual. Un esperpento. Alguien aparatoso, ceñudo, cuyos labios no saben besar ni soltarse a cantar gozosa o lastimeramente. Si el Quijote es una obra genial es porque Sancho, con su humanidad campechana y hasta burda, completa al reflexivo y espiritual caballero de la triste figura. Y lo mismo con Zorba el Griego. Zorba y su pensativo patrón (el cagatintas tímido e hipersensible), son uno y se completan. No es verdad que Zorba es el modelo del hombre perfecto, como tampoco lo sería Buda, o Aristóteles. Por el contrario, la persona completa es la que aúna en sí a Buda y a Zorba. A Sancho y a Quijote. “Hombre rico en antinomias”, era el modelo humano y no arquetípico de Federico Nietzsche. Asimismo, la mujer completa será la que aúne en sí a la madre y la amante, a la ninfa y la esposa, a Sibila y Aspasia (se me ocurren personajes históricos y no literarios). Sigamos.
Es útil filosofar sobre la felicidad, porque el hombre es un ser pensante (consciente) y si descuida esa actividad (esa dimensión de su ser más bien), y vive siempre en forma impulsiva, difícilmente logrará cumplir sus anhelos y vivir intensa y plenamente. Y si bien la felicidad se obtiene por añadidura y no buscándola en forma reflexiva y voluntariosa, también es cierto que los seres humanos somos neuróticos y problemáticos en mil formas, y que hay ciertos obstáculos o prejuicios que no se superan sin hacerlos conscientes, y que muchos de ellos suelen ser comunes a nuestra enigmática especie. Y aquí se evidencia la misión del filósofo, que es tratar sobre aquellas cuestiones que aunque particulares (la realidad es siempre concreta y particular), atañen a la generalidad de los mortales, y es por esto que pueden abordarse en forma general o teórica. Ergo, no se alcanza la felicidad pensando. Pero tampoco no pensando. Se me dirá que el niño puede ser feliz sin reflexionar. Y diré que el niño es un filósofo natural, y que no es verdad que no piensa, sólo que su razón es todavía pura, intuitiva, más que analítica. ¿Y las niñas? ¡Ah! Ellas, cuando son sensibles, todo lo saben, puesto que no sólo son filósofas, sino más que eso: adivinas y taumaturgas, según corresponde a las maravillas del género al que pertenecen.
