Fergus Fántaso

CAPÍTULO 1 : LA REINA

  Sebastián Dozo Moreno

Fergus terminó de comer y se fue a su sillón a leer. Alicia, su mujer, se sentó a terminar la partida de ajedrez con León. De fondo, canciones francesas populares. Aquél era un departamento pequeño, pero acogedor, con estufa hogar y pisos de buena madera, oscura y bien lustrada. En San Telmo, corazón del viejo Buenos Aires, había viviendas como esas, con algo de inglés y de nórdico. Las cuatro paredes estaban cubiertas por bibliotecas llenas de libros, algo que disgustaba un poco a Alicia, que habría preferido ver colgar de las paredes cuadros con playas blancas, mares azules, y un barquito en lontananza… “Así sería todo más alegre”, decía, fiel a su espíritu mediterráneo. Para León, en cambio, que tenía doce años, su casa no podía ser más linda, más grande y más misteriosa de lo que era. Fergus fumaba puros, y cada noche, entre las diez y las doce, flotaba en el aire una bruma azulina y fragante.

—¡Jaque al rey! —. Gritó León.

—No si yo intercepto tu reina con este alfil. Si me comes, te como…

Fergus tenía las piernas cruzadas, y leía una obra clásica: Navegantes Españoles del Siglo XVI y XVII, de Ricardo Majó Framis. Era un grueso tomo impreso en papel Biblia. Fergus –contra todas las apariencias —, soportaba los embates de una tormenta interior que, si se hubiese hecho manifiesta, los pisos se habrían puesto a crujir como los de un galeón que se escora por un oleaje súbito, las lámparas habrían vacilado, y las piezas de ajedrez volado por los aires como arrasadas por una mano fantasmal. Pero así es este mundo; las cáscaras y máscaras del gran Teatro no dejan ver el detrás de las cosas. Una persona puede estar al borde del suicidio y sonreír (quizás porque ya tramó su inminente liberación); una mujer besar en la mejilla a su esposo aún con el perfume del amante en las narices; un niño estar con su cuerpo en un jardín, y la mente en un campo de guerra. Fergus mantenía el libro abierto ante sus ojos, pero no leía; Alicia movía las piezas de ajedrez, pero pensaba en cómo estaría su madre enferma en aquél momento; León quería matar al rey no como quien desea “comer una pieza”, sino con el espíritu justiciero de Robin Hood (estaba leyendo una historieta de ése héroe). Así que el supuesto cuadro doméstico, tan simple a la vista, no era tal. No había allí un hombre leyendo y una mujer y un niño jugando al ajedrez. Detrás de esas frentes se agitaban pensamientos y recuerdos; cada cual tenía un universo dentro, más voluminoso que la obra íntegra de Tolstoi o Balzac. Pero el que estaba más lejos de allí, era Fergus. Alicia y León habitaban su nube propia, pero el padre estaba en una nebulosa a millones de años luz. El libro abierto contra sus piernas era un objeto inerme, mudo; no resonaba la voz del autor en las galerías interiores del lector. Fergus Fántaso se había abstraído. Lo había golpeado una pregunta, con la fuerza con que los iniciados de Isis son “golpeados por el astro” (El astro es Sirio; Isis, la diosa maga de Egipto). “¿Qué es todo esto?”, se había preguntado, asaltado por el estupor del misterio de la vida. El suelo había desaparecido bajo sus pies, y el techo sobre su cabeza. Fergus caía ahora de cabeza con sillón, libro y gafas juntos, a la Nube de Magallanes (sobre este navegante, estaba leyendo justo cuando esa pregunta lo interpeló). Sólo Artús, el spaniel a sus pies, notaba algo extraño en su amo, y no le quitaba la mirada perruna. Fergus cavilaba sin cesar. ¿Qué hacía él ahí, en esa casa, con su mujer e hijo, llevando una vida rutinaria y vacía? Tenía una librería de libros viejos, y su gran “circuito” semanal era ir de la casa a la librería y de la librería a la casa, por la mañana y por la tarde, sin que pasara jamás nada fuera de lo común. El local, para peor, estaba a apenas seis cuadras, así que la librería era casi una extensión de su propia casa. “Enseguida vuelvo”, decía cada vez que se marchaba, ya que regresaba a almorzar; y lo mismo por la tarde. Su hijo iba al colegio. Alicia daba clases de inglés y francés ahí mismo, en esa casa… Y así la vida transcurría sin pena ni gloria. Fergus tenía cincuenta y siete años; en apenas quince años tendría más de setenta, y en otros quince, más de ochenta… ¡Era todo tan fugaz! No había conquistado un imperio, ni compuesto una sinfonía inmortal, ni realizado hazaña ninguna. Había estudiado Letras, y tras recibirse, eludió la docencia y abrió una librería con el préstamo de un amigo. Y ahí se había quedado. La había conocido a Alicia en la universidad, y se habían casado. Luego había nacido su adorado hijo. Y ahora, eso era todo. Paz… Mortífera paz. Pequeños placeres cotidianos: un cigarro, un vino, un libro, caminatas por el barrio con su hijo León para pasear a Artús. Y no mucho más que eso. Reuniones con amigos muy de vez en vez. La obtención de un incunable buscado por años… y no mucho más. Habían comprado una casita de verano en las sierras de Córdoba, pero Fergus no tenía empleados que lo cubrieran, y las ansiadas vacaciones no duraban más de quince o veinte días, que se pasaban como suspiro. La casita era casi irreal; la vivían más en sus pensamientos y recuerdos, que físicamente; les agradaba saber que aquél refugio existía y era de ellos, y hasta a veces soñaban con mudarse allí definitivamente, pero era una ilusión, y cada vez que cerraban su puerta para regresar a Buenos Aires, aquél regreso era “la vuelta a la realidad”. Y entonces… ¿Qué era todo esto, que resultaba ser su vida anodina y convencional? Sentía algo parecido al que va a un cementerio en día de lluvia: desazón. Conciencia de la fugacidad de todo. Vanidad de vanidades, todo vanidad. A ese hastío y sinsentido, los filósofos le llamaban “crisis existencial”, o incluso “lucidez”, mientras que los psicólogos le llamaban, simplemente, “depresión”.

—No estás cuidando tu Reina –. Le advirtió Alicia a León.

—¿No? Yo creo que sí. La arriesgo para que sea peligrosa. Artús, su perro, lo miraba. Fergus no estaba allí… ¿Qué podía hacer? Amaba a su mujer y a su hijo. Creía en el Destino. Si la había conocido a Alicia, era por algo; si ese hijo había llegado a sus vidas, era por algo también. Nada era puro azar. Conocía a muchos que habían quemado sus naves y rehecho sus vidas. Estaba bien; cada cual hacía con su vida lo que podía. No los juzgaba. No era quién. Pero él, Fergus Fántaso, no veía en el divorcio, el suicidio, o el alcohol, una opción. Aquí el problema no era su esposa, ni su hijo, ni su trabajo. No era su vida, sino “la vida” lo que le pesaba. Hacia donde huyera, se llevaría consigo. Y entonces fulguró una idea en su mente: “Huir hacia adentro”, pensó. Una huida tal, no sería en rigor una huida, sino un viaje interior. Una aventura espiritual. Una odisea… Al llegar a este punto de sus meditaciones, Artús le quitó la vista, bajó las orejas y se acomodó en su manta. Podía dormir en paz. Fergus no dejaría su casa ni traicionaría su Destino. Su amo, siempre que se había ido de viaje, había vuelto. No había nada que temer; soltó un largo suspiro y se quedó dormido; enseguida empezó a patear: corría libre y liviano detrás de una liebre por una pradera ondulante, repleta de flores silvestres, amarillas. “Huir hacia adentro”, volvió a decirse Fergus, y algo en él retembló… ¿Acaso no era un lector avezado desde muy niño? Un lector es un viajero. ¿Y cuál es su vehículo astral? “La Mente”, concluyó. Con su Mente había ido tan lejos como es posible ir, e incluso más allá.

—¡No! ¡Mi torre no! –gritó Alicia. León se sonrió.

Fergus dio una pitada a su cigarro, lo apoyó en el cenicero del apoyabrazos. El aire estaba impregnado con un exquisito aroma a cuero, vainilla, y pastos secos. Las volutas de humo azul flotaban como niebla. Artús se embriagó en sus sueños con un aroma a tierra mojada. Fergus estaba allí, inmóvil, sin voltear las hojas de su libro de Historia de Navegantes. Había concebido un plan que le cambiaría su vida para siempre. “Todo es Mente”, pensó, y era una frase de Anaxágoras, al que admiraba. Sabía que no todo era Mente, pero sí el aspecto más vasto, profundo y misterioso del universo. No el cerebro, como afirmaban los nuevos popes de la neurociencia; sino la Mente, que utilizaba al cerebro de soporte e instrumento. La Mente era la fuerza con la que el hombre moldeaba el tiempo y el espacio a su antojo; era la entidad que poseía a un cuerpo…

¿Con qué objeto?

—¡Dios!… me estás comiendo todo con esa Reina —. Se quejó Alicia.

“Ella es la Reina indudable”, pensó Fergus. “La Mente es la Reina del juego de la vida; su alta misión es destronar al Rey, el cuerpo, que quiere dominar con su celo animal al espíritu. La torre es la Razón, y por eso hay dos en el ajedrez; la razón está desdoblada; juzga desde arriba y tiene miedo a todo; en las almenas de esas torres hay un arquero implacable; la torre se mueve en forma horizontal y vertical, esquemáticamente. El alfil, que se mueve en diagonal, es la intuición, que acorta camino. El caballo es la memoria, que salta hacia atrás y hacia adelante. Los peones son las ideas, que van paso a paso, y tienen un elemento intuitivo y por eso comen en diagonal, pero no vuelan como el alfil… Pero la Reina… es la Reina (ahora pensaba como un inglés) —. Ella, la Mente, es la clave de todo. Tiene alas como Psique…

¡Es Psique!

—¡Jaque mate! —. Gritó León, triunfante. Y siempre era así. Alicia empezaba ganando, pero León, con la idea fija, desde el inicio del juego, de comer al Rey con su Reina, salía vencedor.

Fergus desvió la mirada hacia su hijo. Aquél grito era el triunfo del espíritu sobre la materia; de la Mente sobre la Fatalidad. Con razón habían sido los hindúes los inventores de ese juego. Ellos habían descubierto antes que nadie los divinos poderes de la psique humana.

—Mi amor, ¿vamos a dormir?

—Sí, en un momento –dijo Fergus. Su mujer se inclinó y lo besó.

—Papá, tengo sueño. Yo también me voy.

—Sí, hijo está bien… ¿Ganaste otra vez?

—Sí. Mi Reina es implacable.

—Ya veo —. León lo abrazó, acarició la cabeza de Artús y se marchó a su habitación.

Fergus cerró el libro y lo dejó. Oyó algo como un sollozo de mujer. Le extrañó. No sólo sus vecinos eran silenciosos, sino que las paredes de ese edificio viejo eran muy gruesas.

Oía con mucha claridad que alguien lloraba. Una mujer. Caminó hasta la ventana. Era viernes. Vivían en el tercer piso de aquél edificio. Había bastante gente en las calles. Pero… ¿Quién era ése que estaba en la vereda de enfrente, sosteniendo algo brillante en su mano? Fergus dio un paso al costado y ocultó medio perfil tras el cortinado. En los últimos tiempos, había habido muchos robos y asaltos en el barrio. Ése mirón podía ser alguien que estudiaba el movimiento de su casa. Abrió la puerta ventana y salió al balcón. ¿Por qué habría de esconderse? Mejor mirar de frente al posible delincuente, y –si era necesario—, preguntarle qué quería, para que se fuera de allí de una buena vez. Pero al salir, Fergus se quedó atónito. El extraño tenía en su mano una antorcha, puesta hacia abajo, como si quisiera prender fuego algo en el suelo, y cuando lo iba a interpelar, la antorcha se apagó y el hombre desapareció. Fergus aferró la baranda de hierro del balcón y se asomó; quizá, lo que había visto era un reflejo, y el hombre aquél había estado en la vereda contraria. Pero no. Allí abajo no parecía haber nadie. Cerró la puerta ventana y corrió las cortinas. “Pudo ser cualquier cosa”, se dijo, y volvió a su sillón. El aire se impregnó de un intenso aroma a rosas. “¿Qué es esta fragancia? Aquí no hay rosas en ninguna parte”, pensó. Se levantó a mirar afuera otra vez. Nada. Regresó a su lugar. Ahora sin el libro, y con el mentón en la palma (la mirada fija en el tablero de ajedrez de la mesa, con sólo cuatro piezas en él), pensó: “Los hombres de espíritu nos dejaron testimonio de su poder (se refería a la Mente). Cicerón contó la historia de Escipión, que en sueños viaja a las estrellas, y es evidente que fue el mismísimo filósofo quien tuvo esa experiencia. Papini dice que San Agustín, estando en Roma, se le apareció en Cartago a un amigo para resolverle un problema filosófico que éste no podía resolver. Gómez de la Serna, en su biografía sobre El Greco, cuenta que cuando fue a Toledo para ver dónde había vivido el gran pintor cretense, estando en un bar, vio entrar al mismísimo Doménico Theotocópuli, conocido como el Greco, muerto varios siglos atrás; tal fue su estupor, que no atinó a abordarlo, y el pintor se marchó. Buda aseguró haber viajado, en sus éxtasis, por los que él llamó los diez mil mundos. Cristo, desprendido del cuerpo, caminó sobre las aguas. Benito de Nursia fue capaz de estar en dos lugares a la misma vez. Hombres como Rudolf Steiner, Julio Verne, y Spencer Lewis, así como Nostradamus y otros videntes, se podían transportar hasta la etérea región de los Registros Akáshicos, que los judíos llamaron Libro de la Vida, en donde está todo lo sucedido en la historia, y todo lo que sucederá. Virgilio, el padre de Occidente, aseguró que hay dos puertas en la Mente, una de marfil y otra de hueso; por la primera entran las imágenes falsas del día; por la segunda, los difuntos y los dioses”. Fergus entendía muy bien todo esto; desde niño se desprendía del cuerpo, se adelantaba en el tiempo y tenía contacto con difuntos. La memoria tiene compartimentos estancos, o celdillas, cada una de las cuales almacena recuerdos semejantes entre sí. Cierta vez, Fergus soñó durante tres noches seguidas, que besaba una a una, a todas las mujeres que había deseado o amado en su vida. Y ahora, despierto, recordaba, uno a uno, decenas de “casos” de telepatía, tele transportación, viajes en el tiempo, y otros fenómenos paranormales que habían experimentado hombres célebres de la historia. “Bergson –siguió pensando para sí, como si se lo contara a otra persona—, premio Nobel de Literatura, y el más afamado profesor de La Sorbonne de su tiempo, dejó un escrito para que se leyera después de su muerte; en él daba cuenta de un encuentro que había tenido, estando en su escritorio, con una esfera luminosa que se le había presentado a él, y antes a su hija. Platón afirma que Sócrates recibía la visita de una “dama de blanco” que le predecía el futuro, y “lo guiaba”. Cerró los ojos. Evocó unos versos de Wordsworth; los balbuceó como una plegaria: “He sentido una presencia que me trastorna con la dicha de los pensamientos elevados; una sublime sensación”. Se sonrió. Sí, todos los grandes hombres habían tenido experiencias supra sensoriales, a fuer de trabajar con el espíritu. “Comprender es igualar”, pensó, y lo había dicho Raffaello. Todo el secreto estaba en la Mente; en esa fuerza enigmática; ese “dios en nosotros”, según Séneca, capaz de arrebatarnos en su carro de fuego a mundos y estados impensados. Resonaron en él unos versos del Kena Upanishad: “¿Quién pone a divagar la Mente?

¿Quién impulsa a la vida a iniciar su viaje?”. Continuaba con los ojos cerrados. ¿En cuál celdilla, dulce y translúcida como la de un panal, estaban guardados todos esos pensamientos que ahora le afluían a su conciencia como un enjambre?… “El carro del que hablan los libros sagrados hindúes como los Upanishads o el Bhagavad Gita –pensó—, es el mismo carro del que hablaron Platón, Buda, Blake y Keats. Y ese carro no puede ser otro que la Mente”.

—Papá… ¡Papá!

—Hijo –. Abrió los ojos con lentitud.

—No te fuiste a dormir, papá.

—No.

—¿Dormías? Porque estabas con los ojos cerrados.

—No sé. Creo que no. Estaba pensando en cosas que leí.

—¡Qué raro! –dijo León, en broma, le dio otro abrazo y regresó a su cuarto.

“Pero la Mente no es el aparato psíquico de los psicólogos,

se dijo, ya con los ojos abiertos —. Es algo más grande, que confina con Dios y los abismos”. Era un lector apasionado de libros hindúes antiguos, y tenía una memoria prodigiosa. De la celdilla dorada de los pensamientos filosóficos y poéticos de su Mente, le afloraron unos versos del Chandoyya Upanishad: “Existe un espíritu que es Mente y Vida, luz, verdad y vasto espacio. Ése es el espíritu que habita en mi corazón, más pequeño que un grano de arroz, o un grano de cebada, o un grano de mostaza, o un grano de alpiste, o que la semilla de un grano de alpiste. Ése es el espíritu que habita en mi corazón, más grande que la Tierra, más grande que el cielo, más grande que el mismísimo firmamento, más grande que todos estos mundos. Ese es el espíritu que habita en mi corazón, ése es brahmán”. Suspiró hondo tres veces. Otra abeja etérea le vibró en las sienes: “Llega hasta donde no puedas”.

—Mi amor… ¡Fergus!

—Sí.

—¡Qué susto! Estabas como dormido con los ojos abiertos —. Le dijo Alicia, con las manos en el pecho. Vestía un camisón blanco —. ¿Vienes a dormir?

—Sí. Voy. No estaba dormido. Creo. No sé… Vamos —. Se levantó y se fueron juntos al cuarto. Se acostaron. Fergus se durmió en el acto, boca arriba. Pero a medianoche, a las tres en punto de la mañana, abrió los ojos en la oscuridad.