PanDemónium
CAPÍTULO DOS
Sebastián Dozo Moreno
LA TABERNA DEL FIN DEL MUNDO
Mondoterra era una isla del Atlántico de 3.777 kilómetros cuadrados, distante 1.111 kilómetros del Continente europeo. Vista desde el cielo, tenía una forma circular casi perfecta, espiralada, con tres anillos de tierra verde que iban del más grueso al más fino desde el centro a la periferia. Un cuarto anillo trunco perdía su punta en el océano como cola de dragón. Pero más que un dragón enroscado, aquello más parecía una réplica terrestre de la Galaxia del Torbellino que otra cosa. “Es semejante a la descripción que hizo Platón de la Atlántida”, aseguraba el erudito del pueblo, René Blondel, y todos le creían a pies juntillas, porque su biblioteca era diez veces mayor que la de Tristán Varese, y eso era mucho decir.
En medio del mar rutilante, de esa masa azulina acuosa que día y noche era mareada por los cuatro vientos del planeta, Mondoterra era una perla del Atlántico, pero por su forma, era más una joya, o un pendiente de oro y jaspe de una diosa mítica caído al mar. Sí, de oro, porque los canales de la isla
brillaban al sol como oro líquido en el amanecer. El mar, en cambio, tenía un color azul cobalto en el día, y violeta en el crepúsculo, según desde donde se lo mirase. Mondoterra tenía altas colinas, pastos verdes y rocas enhiestas talladas con mil formas por los vientos cortantes, que cambiaban de dirección al menos siete veces al día. Aquello era enloquecedor, y no había quien no llevara la cabellera revuelta. Y tanto era así, que los mondoterranos parecían una comunidad de músicos y artistas inspirados, que se habían exiliado en aquél islote para alejarse de las ciudades estériles del Continente, en las que no era posible alcanzar una vida pura e intensa. Pero esto era sólo una apariencia. El aspecto exaltado de los habitantes de este lugar, gracias a las embestidas del viento salobre, escondía el estado de ánimo real de cada cual, que era como el de cualquier ciudadano de cualquier ciudad gris de la Tierra. Y hasta incluso más sombrío que el de los ciudadanos continentales. Porque la situación de aislamiento en la que vivía esa gente, por el sólo hecho de estar en una mota de polvo del océano infinito, les infundía una melancolía honda que les goteaba en el alma lentamente desde la tierna infancia, hasta horadar la roca de la voluntad y causarle un hueco desesperante, por el que el viento de la isla se filtraba y aullaba como lobo alunado. El viento, el sempiterno viento no sólo revolvía la cabellera de los mondoterranos, sino que les arremolinaba los pensamientos, se los revolvía de tal modo que casi no había isleño que tuviera “soplado el buen sentido”, según era la expresión que allí usaban para aludir al efecto de la ventisca en la caracola del cráneo. Porque así era el asunto. Primero la melancolía por el aislamiento hacia un hueco en la voluntad; el viento se arremolinaba allí y subía a la cabeza con el ímpetu con que estallan los vapores de la tierra en las calderas volcánicas, y entonces, las personas se volvían, todas, poco a poco, entre desoladas y ansiosas, como lo podría estar en su fondo un náufrago o un desterrado por crímenes que jamás cometió… Pero… ¿No era ése el estado general de buena parte de la humanidad? Tal vez, pero en Mondoterra, ése era el estado de casi todos, con honrosas excepciones. Tristán, por ejemplo, el médico más solicitado de la isla, vivía en paz consigo mismo y con los hombres. Y no por tibieza de espíritu, sino lo contrario: por haber pasado por todos los infiernos del Dante, y los purgatorios. Por diez años, había sido sacerdote, y ejercido su ministerio con dedicación y fidelidad, hasta que una crisis lo condujo a dejar los hábitos. Y no una crisis de fe, sino lo contrario, un avivamiento de su fe. Una compresión de que la religión fundada por el Nazareno era otra cosa que lo que había aprendido en el colegio y luego en el seminario. “Él vino a traer al mundo el sacerdocio universal –solía decir—, y acabar con la casta sacerdotal que dominó al mundo por milenios”. Y éste era solo uno de sus argumentos. Quien quisiera conocer sus razones, debía disponerse a conversar con él durante por lo menos diez horas, a lo largo de treinta días seguidos. El otro que se mantenía en sus cabales, era René Blondel, el filósofo del pueblo, que había estudiado en París y, para su fortuna, era calvo, de modo que estaba a salvo de las posesiones del “endiablado viento”, y entonces, podía reflexionar sin angustia ni confusión, centrado en sí mismo, y con las ideas bien puestas. Sin embargo, tenía una debilidad: el alcohol. Aunque no en exceso, era dado a la bebida, y cada tarde “frecuentaba” (decía él) la Taberna del Fin del Mundo, para reunirse a conversar con sus “hermanos en el vino”, como llamaba a sus espirituosos compañeros. “Un día me tendrás que explicar qué te conduce a ese antro de perdición, cada tarde”, le dijo al fin su mujer, cansada de sus constantes huidas a las seis en punto de la tarde. Blondel dejó su casa aquella vez con el rumor de esa pregunta rondándole como un moscardón de estío, y cuando ese mismo día regresó a su hogar, entonado y más lúcido que nunca, la tomó de la mano, la condujo al living comedor, y le dijo con un gesto de beatitud en su rostro sonrosado: “Querida mía, como bien sabes, yo no soy de este tiempo. Yo debí nacer en Atenas hace mil trescientos años. O quizás, en efecto, viví allí en aquellos tiempos gloriosos de Sócrates y Platón… ¿O sino, por qué habría entendido el griego antiguo cuando lo estudié, como si lo conociera de siempre?”… “Ve al grano”, lo instigó su mujer. “El tema es sencillo. Antes, existía el ágora para reunirse a pensar y discutir. Ahora, está el bar, que es el ágora de estos tiempos. Ése es todo el secreto de mis huidas a la Taberna de Teobaldo. ¿Lo entiendes?”, y antes de que la buena mujer asintiera o negara, él se retiró a su escritorio a escribir sobre el asunto que se había discutido aquél día en el ágora de Mondoterra. El título de su nuevo artículo fue entonces: “Acerca de la soledad de los isleños del Atlántico”.
La Taberna del Fin del Mundo era un “antro de perdición”, como bien lo llamaba Zuleima, la esposa de Blondel, pero su esposo filósofo ya había objetado a esa sentencia la otra bíblica que reza: “El que pierda su vida, la ganará”. Así que aquél era un sitio de perdición tanto como de salvación. Ante todo, porque los isleños varones, allí como en ningún otro lugar, cultivaban el diálogo y aquello que los griegos y romanos antiguos habían puesto incluso por encima del amor: la amistad. En esa taberna, no sólo se reía, se jugaba a las cartas, se discutía acaloradamente, y se contaban anécdotas pintorescas y de las otras, sino que además se planteaban y resolvían cuestiones cívicas de suma importancia, como que entre los contertulios o “hermanos en el vino” estaba el mismísimo alcalde de la isla: Klaus Petersen, un danés que se había ido a vivir allí a los diez y ocho años de edad, huyendo de la severidad excesiva de su padre, un pastor luterano de látigo en mano, y gafas de oro en nariz. Pero también participaba de esos ágapes Julio Tordeus, el cura, viejo compañero de seminario de Tristán; y Tristán mismo, que no asistía todos los días a esos encuentros, como la mayoría de los “caballeros de la mesa cuadrada”, según llamaba a sus clientes el dueño del bar, Teobaldo Lagos, sino que iba de vez en vez, y hasta había meses enteros que Tristán no pisaba aquél lugar. Más gozaba de la soledad de su hogar, y de su licor de almendras vespertino, que de esas reuniones bulliciosas que con frecuencia acababan en discusiones baldías, sin ton ni son. Pero aquella tarde, Tristán sí había asistido. La visita de su hermano el día anterior, lo había dejado conturbado. Necesitaba un vino fuerte, y un baño de multitud (aunque la multitud de la Taberna no la conformaran más que veinte o treinta hombres de distintas edades y condición, pero para Tristán, que vivía solo con su vieja criada, otrora su asistente cuando era párroco de la Iglesia de Santa María de los Consuelos, aquello era una auténtica multitud).
—¡Tristán! –exclamó Blondel avanzó hacia él con los brazos abiertos.
—¡René! —. Y se abrazaron con efusión.
Cuando Tristán entraba a la taberna, a Blondel se le abría el cielo, porque sentía que al fin había en aquél lugar un filósofo del sentido común, igual que él, y como él, un lector avezado y un hombre de espíritu, capaz de hablar de las cosas cotidianas con la mayor llaneza, como de enfrascarse en cuestiones existenciales, y hasta abstractas, de alto vuelo, citando a Confucio, a Aristóteles, o a Bergson.
—Ven… por aquí, a esa mesa. Te esperábamos con ansias —. Dijo, aunque solo él siempre lo esperaba anheloso. Los demás, se sentían un poco intimidados por la presencia del ex sacerdote, que alguna vez había sabido confesar o bien a ellos mismos, o a sus hijas y esposas, y ahora era un “civil” como todos.
Los “caballeros de la mesa cuadrada” que ocupaban ahora la única mesa circular de la Taberna, eran el alcalde Klaus Petersen, el sacerdote Julio Tordeus, el dueño del local de pesca “La Redada” Iura Borenko, y José Anchieta, todo un personaje que en su juventud había sido físico en Roma, pero que ahora, tras recibir una modesta herencia, había abierto el único templo budista de la isla, en donde él dictaba cursos de yoga y de sabiduría oriental. Todos estaban entre los cincuenta y los sesenta y cinco años. Detrás de aquella mesa, estaba el poeta de la isla, Bastián Galo, que ya había cumplido los setenta y siete, y solía mantenerse aislado en la mesita junto a la única ventana que daba al mar. Bastián siempre leía o escribía, les sonreía a todos, y todo lo observaba. Después de jubilarse como profesor de literatura en las cinco escuelas de la isla, se dedicó por entero a su obra, a la que él llamaba “mi legado espiritual lírico”. El título de su obra magna era: “Alas para el mundo”, y cada día la engrosaba un poco, línea a línea, con sus versos vehementes, llenos de temblor y de una dulce nostalgia. Tenía la cabellera cana larga hasta los hombros como un vate celta, los ojos azules alicaídos, y el rostro enjuto y alargado como un místico de El Greco. Otro solitario de la Taberna, era Faustino Schultz, un germano de pura cepa, científico, ingeniero y de oscuro pasado. Mientras Bastián garabateaba sus versos, Faustino escribía números y fórmulas en un lenguaje críptico. No hablaba con nadie, y después de beber sus tres porrones diarios, se retiraba con la cabeza gacha para no tener que saludar a nadie. “¡Adiós Faustino!”, le decía Teobaldo, el tabernero, sin tampoco mirarlo, y el otro cerraba la puerta tras de sí a la par que hacía un cabeceo nervioso de forzada despedida.
—¡Padre! —. Le dijo Klaus, el alcalde, al cura, con voz altisonante y echándose hacia atrás. Un botellón de litro y medio de tinto estaba en la mesa de cedro. La etiqueta blanca tenía un castillo al borde de un acantilado, y un racimo de uvas colgando de una de las almenas. Era el vino que solían tomar: “Monchateau”, un cabernet elaborado por la única bodega de Mondoterra. Su dueño, Juan Cisneros, al igual que Tristán, sólo iba allí de vez en cuando. La que sí asistía era su esposa, Liza. –Padre… —repitió Klaus, con los ojos entrecerrados por el humo de su cigarro, que le nublaba la cara barbilampiña —.
¿Cómo se siente que te llamen así, “Padre”, como si todos nosotros fuéramos tus hijos?… ¿No somos la mayoría acá, mayores que tú? —. Y antes de que
Julio Tordeus pudiera responder—. Klaus agregó, sonriente —: A mí, en lo personal, con todo respeto te lo digo, llamarte así, sólo me hace acordar a mi propio padre, al que con esta mismísima mano –dijo, alzando la mano con la que sostenía, entre dos dedos, el puro —, quité la vida –dijo, y le dio una pitada larga al cigarro, también fabricado en la isla por una tabaquera de cien años de antigüedad —. Pero bueno
–dijo, ante el estupor de los que lo oían—, se entiende que te llaman así por una costumbre ancestral, así que está bien, hay que honrar las tradiciones, que son el cimiento de una sociedad. Silencio. Tordeus, el cura, cruzó una mirada furtiva con Tristán. El poeta Bastián, dejó su pluma suspensa sobre la hoja. El viento dio un puñetazo en una ventana, y el techo de tejas de ciprés, crujió.
—Klaus –dijo Iura Borenko, el dueño de La Redada, la casa de pesca —. ¿Eso fue una broma?
—¿Qué cosa? –dijo Klaus, con el puro apretado entre los labios.
—Eso, que…
—¿Qué maté a mi padre? –. Soltó una carcajada, el cigarro se le desprendió de la boca y cayó a la mesa; lo tomó y lo hizo girar entre los dedos, con la vista en la punta rojiza, candente del puro que, al caer, había soltado su ceniza. Barrió la ceniza con el antebrazo. Alzó el puro hasta sus ojos —. Sí, Iura, es cierto.
—¡Eso no es verdad! –dijo Blondel, el filósofo,
mostrando los dientes. Tú eres un buen hombre.
Nuestro alcalde ejemplar. Eres incapaz de algo semejante… Pero… ¡Excelente broma!… ¡Jajaja!…
—. Pero nadie rio. Klaus Petersen había bajado la frente, y lo miraba a Blondel impertérrito, desde abajo de las cejas, mortalmente serio. Klaus era lo más parecido a un ballenero nórdico que pudiera imaginarse. Flaco, alto, encorvado, ojos color miel, labios finos y mentón decidido, pómulos salientes y arrugas profundas que le nacían a cada lado de los ojos como rayos, sólo le faltaba sostener en su mano un arpón, y fumar en pipa tabaco negro, para ser un pescador de alta mar. Aunque tal vez, buena parte de este aspecto suyo, se lo debía a la casaca azul de botones cruzados que siempre llevaba puesta, y que ni siquiera se la sacaba adentro de la taberna. La había adquirido en Viena en sus años mozos, y la lucía con el porte con que un militar viste su uniforme de gala, o un marino su saco con charreteras doradas. Al fin y al cabo, era el alcalde, y debía vestir de forma distintiva, y nada mejor que aquella casaca azul, de amplias solapas, y botones grandes y negros, para pasearse con dignidad entre sus compadres.
—Klaus –dijo Tristán al fin, acodándose sobre la mesa —. ¿Dices en serio eso de tu padre?
—¡Por supuesto! –. Contestó el danés—. ¿Tiene eso algo de malo? Después de todo, era un bastardo, mal esposo, mal padre, y peor amigo. En esta taberna habría sido declarado desde el primer día, persona non grata, y se lo habría arrojado al mar.
—Pero… ¿No era pastor? –dijo tímidamente Tordeus, el cura.
—Sí, ¡es verdad!… No al mar, sino a los lobos.
—¿Y cómo fue eso? –. Se atrevió a preguntar José Anchieta, el budista, que con su barbita candado, y sus ojeras negras, tenía algo de mefistofélico.
Klaus sacó de un bolsillo la navaja que siempre llevaba consigo en un bolsillo de la casaca, la abrió y la clavó en la mesa como un pendenciero. Anchieta lo miró a Blondel, el filósofo… ¿Ésa era la respuesta a su pregunta?
—Bueno –dijo Blondel, y se pasó la mano por la calva—. El parricidio es algo atávico. Esto lo debe saber bien Iura por Dostoyevski (Iura Borenko parpadeó como si le cayera en las pestañas una llovizna de turbación). Todo hijo varón, en algún momento, debe matar al padre para crecer y ser él mismo. Las causas son diversas. Unos dicen que matamos a nuestro padre porque deseamos a nuestra madre, y entonces hay que matar al rival, otros por lo que acabo de decir. El mismo Sófocles dijo hace más de dos mil años que no hay varón que no haya yacido en sueños con su propia madre. Pero yo creo que el parricidio tiene su origen más en lo primero. Para crecer uno, cuando aún se es un retoño débil, hay que talar el árbol que nos da sombra impidiéndonos ser nosotros mismos. Son leyes de la psique, y de la naturaleza. Se entiende, Klaus, máxime si tu padre fue severo y despótico. Ese acto mental del parricidio es muy humano, y no tiene nada de malo… Nada de nada –concluyó, mirando uno a uno a sus amigos, en busca de su aprobación.
Tristán miró el botellón, que no estaba vacío, y la copa de vino de Klaus, que tampoco lo estaba. No. No había bebido mucho, a pesar de que tenía los ojos castaños brillosos y la cara roja.
—René —. Le dijo Tristán a su amigo Blondel—.
Tal vez, no es lo que Klaus quiso decir.
René Blondel se calzó la boina gris en un acto reflejo.
—¿No lo es?
—Por supuesto que no –dijo Klaus. Desclavó la navaja de mango nacarado, la cerró y la guardó en el bolsillo con lentitud —. Por eso vine a estas islas, huyendo de mi país.
—Pero ¿cómo es que no te han encontrado aquí jamás? –exclamó Iura, alzándose de hombros. Silencio. Todos lo comprendieron al instante.
—Y entonces –balbuceó Tordeus, el cura—. Klaus Petersen…
—No. No es mi nombre.
—Pero… —. Empezó a decir Iura.
—Y tampoco nos importa saberlo –. Se adelantó Tristán, que se había acostumbrado a guardar secretos de confesión durante su vida ministerial. Algo que, al parecer, Tordeus no tenía demasiado incorporado, de lo contrario, ni siquiera habría pronunciado el falso nombre del danés, en busca de una posible revelación.
—Nielsen Niebur –dijo sin más Klaus —. Ése es mi verdadero nombre.
—¡Muchachos! –se acercó Teobaldo, el tabernero, muy enérgico y risueño como siempre, con otro botellón de Monchateau en mano. Y se quedó inmóvil al ver que entre seis hombres aún no habían acabado la primera botella de tinto. Se había acercado pensando en abrirles una nueva, creyendo que en el fragor de la conversación habían olvidado hacer el pedido… Pero no. Simplemente, no habían acabado la primera. Algo que jamás sucedía con esos comensales en el lapso de casi una hora de conversación.
—Está bien, Teobaldo –dijo Klaus—, está bien… déjala aquí, que ya la beberemos—, y era el único que no estaba serio en toda la mesa.
El tabernero notó que el aire se cortaba con cuchillo, así que descorchó la botella echando a los contertulios miradas fugaces, vació la otra botella en tres copas, plantó la nueva en el centro de la mesa y se marchó sin decir palabra.
—Qué te pasa, Padre, ¿no me dirás que aquí nadie tiene secretos como el mío?
Julio Tordeus era de complexión pequeña, y de rostro huesudo y anguloso. Parecía una lechuza trasnochada, y un poco asustada, pero sin la fuerza de la mirada de esa ave. Ni con la capacidad de ver en la oscuridad. Un poco ingenuo, y enfermizo, estaba convencido de que aquello que las gentes del pueblo le confesaban en la Iglesia, era todo el mal que podía caber en un alma. Y por eso repetía, después de dar su absolución: “Tu eres bueno (o buena, según el caso) y Dios te quiere mucho”, se tratara de una jovencita púber de ojos grandes y húmedos, o del banquero de Mondoterra, Severino Cuestas, famoso tanto por su ruidosa profesión de fe cristiana, como por sus tramoyas comerciales y su avaricia olímpica. Pero aunque Tordeus era ingenuo y mansamente bondadoso, con ese aire de eterno adolescente propio de algunos curas de pueblo, era al cabo un hombre, y como tal, un pecador como cualquiera de los que estaban ahí sentados. Así que cuando Klaus le dijo aquello de que todos tienen algún secreto escondido, a Julio Tordeus le subió un escalofrío por la espalda que le llegó a erizar el cuero cabelludo.
En ese momento se les acercó Liza, la mujer del bodeguero Cisneros, que al menos una vez por semana frecuentaba ese “club de hombres”, siguiendo el mandato de su marido, al que le placía enterarse de “las cosas del pueblo” en ese punto neurálgico de la isla.
—¡Liza! –exclamó Klaus, y se levantó para recibirla, como buen caballero que era. Los otros lo imitaron.
—Señores –dijo la dama—, por favor, continúen…
¿Tengo un lugar en esta mesa tan interesante?
—¡Por supuesto! –dijo Iura, y le acercó una silla.
—¡Vamos, llegaste a tiempo Liza!… Las cosas que
le podrás contar hoy al chismoso de tu marido…
¡Jajaja! –dijo Klaus, riendo a mandíbula suelta.
La mujer enrojeció, y se habría ido de allí si no acabara de posar su ancho trasero en la silla rechinante.
—Pero… —dijo la mujer, y se quitó un bucle de la frente como quien se espanta una mosca—. Yo… sí, yo…
—Eres bienvenida —. Le dijo Tristán, tocándole un hombro. Era una mujer fuerte, rubicunda, que parecía haber servido de modelo a los barriles de la bodega de Cisneros, con la única diferencia de que ella no había sido criada en cuna de roble francés, sino de encina española. Aunque rubia, por haber tenido una abuela alemana, era más hispana que una maja de su tierra, tanto en su forma de pensar, como en su afición por los secretos y las habladurías. Y justo había caído allí en aquella mesa en ese momento, como si el diablillo de los escándalos la hubiese guiado de las narices. Su nombre era Isabel, pero de niña su madre le decía Isa, y en el primer curso del colegio alguien la rebautizó Liza, y así le quedó. “No. No soy Elizabeth, tenía que aclarar a los desconocidos, “aunque Isabel debe ser una variación de ese nombre”, agregaba, condescendiente.
Teobaldo le acercó una copa.
—Justo Tordeus estaba por revelarnos un secreto bien guardado, que aún no confesó a nadie jamás – dijo Klaus, y le hizo al tabernero una seña. No para que se sumara a la tertulia, si así podía llamársele, sino para pedirle algo de comer.
—Sí, Klaus.
—Soy Nielsen, Teobaldo… Nielsen Niebur, pero descuida, ya te explicaré. Por el momento sigue llamándome Klaus.
—¿Nielsen? –preguntó Liza, inclinándose sobre el hombro de Tristán. Éste hizo un gesto de no comprender, encimando el labio inferior.
—Teo… tráenos quesos, aceitunas y pan del bueno.
Teobaldo cabeceó y se marchó.
—Bueno, Padre, ¿contará su secreto o no? –dijo Klaus.
—¿Qué secreto? –dijo Liza, que se salía de la vaina por oír la confesión del cura.
—Ninguna –dijo Blondel —. Es una broma.
—Creo que hoy nadie está bromeando –acotó Iura Borenko, que era fuerte como toro, y corto de cuello como de entendederas.
—¡Por supuesto! –gritó Klaus—Nielsen—, y golpeó la mesa con la mano abierta, como quien pide que se pongan las cartas sobre la mesa de una buena vez. Todas las cartas, empezando por el cura.
—Vamos, Klaus… —dijo Blondel, que tenía a la prudencia y la discreción como virtudes fundamentales de los hombres de bien—. Ya dejemos esto. El padre Tordeus no tiene nada que confesar. Nada de nada.
—¿No? –dijo Liza, y una efusión de sangre caliente le subió a su cara redonda (“la verdad –pensó José Anchieta al mirar sus redondeces búdicas—, más que bodeguera parece una tabernera hecha y derecha”). La Taberna del fin del Mundo parecía la sentina de un galeón. Boiserie en las paredes, tablones lustrosos de madera de nogal en el piso, y el techo sostenido por gruesas vigas de algarrobo. Aquí y allá, faroles de luz mortecina. La barra, revestida en su parte superior por una chapa dorada, era un toque más de lujo de aquél lugar, y algunas caras de los clientes se reflejaban en ese chapón con raras deformidades, que daban a los reflejados un aire quasimodesco, con raras protuberancia en el cráneo, los pómulos y el mentón… ¿O es que ese metal reflejaba en realidad las almas y no los rostros? Esto pensaba Bastián, el poeta, al observar esos reflejos espeluznantes. Luego, no quiso mirar más ese espejo cruel. Pero si ahora se hubiera asomado para ver cómo lucían las caras de Klaus y del padre Tordeus, que estaban medio enfrentados al chapón, se habría llenado de pavor. Klaus se reflejaba con la cara partida en dos, por causa de una hendidura del metal, con la mitad izquierda más alta que la derecha, y un ojo ovalado y hacia arriba, como un huevo. Mientras que a Tordeus le nacía por arriba de una ceja una especie de hueso puntiagudo, que bien podía ser un raro efecto de la luz en esa imagen. En los días ventosos y de lluvia, el agua azotaba tan fuerte las ventanas, que la taberna se convertía, entonces sí, en un auténtico galeón, y los “hermanos en el vino” eran capaces de sentir el vaivén marino como si la taberna navegara, con alas desplegadas, en altamar.
—¡Sí! –. Le respondió Klaus a Liza—. Claro que tiene algo que confesarnos —. Tordeus, tímido y enjuto, de pronto ya no parecía molesto por la situación.
—Bueno, cuéntanos entonces —. Lo alentó Liza.
—¡Padre! –dijo Klaus como deteniéndolo con el brazo extendido, a pesar de que aquél no había dado ninguna muestra de que estaba dispuesto a hablar—. Yo te ayudaré. Eso hacen los curas también en el confesionario, ¿verdad? Tiran del hilo para ayudar al pecador a desenredar la madeja —. Teobaldo depositó dos platos con quesos, pan y aceitunas, y se retiró con más premura que la habitual, no sin antes alzarle las cejas a Tristán como diciéndole: “¿qué diablos pasa aquí?” —. El caso es que nuestro párroco, que está dando cursos de catequesis a un par de señoritas muy distinguidas, anda medio alterado por una en particular. Al menos es el rumor que corre por ahí…
—¡KIaus! —. Intentó detenerlo Blondel.
—Y la afortunada –. Continuó el danés como si estuviera ebrio —, es Leticia, la hija pelirroja de…
—Ya sabemos todos quién es Leticia, Klaus, y no creo… —. Intentó esta vez pararlo Tristán.
—Es que ella misma está intimidada, y yo creo que un poco halagada en su fondo, de que nuestro amigo le contemple con insistencia sus blancas y esbeltas piernas, y alguna otra cosa más.
Iura Borenko lo miró al cura a la espera de que éste hiciera su defensa, y hasta –torpe y espontáneo como era—, se levantó, se estiró por encima de la mesa y le golpeó un hombro para que reaccionara. Anchieta, el budista, dejó caer la cabeza como si se hubiera dispuesto a caer en profunda meditación, y se rascó la barbita mefistofélica. Blondel, ceñudo y compungido, fijó la mirada en el castillo de la etiqueta del vino, como en un vano intento de transportarse mentalmente a una almena de esa construcción alzada en un peñasco, y así poder mirar lo que ahora sucedía desde arriba, y a distancia… “El punto de vista de Sirio”, pensó. Esa era la perspectiva que debía ganar el filósofo para observar al mundo, según Goethe. Una perspectiva de altura, y no rastrera como la de la mayoría de los mortales.
—Bueno, dijo Borenko, ladeando la cabezota de un lado al otro como peonza —. Nadie puede negar que Leticia tiene lindas piernas, y que…
—¡Iura! —. Lo interrumpió Tristán, que sabía que el pescador, dueño de la casa de pesca de Mondoterra, sólo podía empeorar las cosas al querer arreglarlas. Ese no era el más atinado de los comentarios. Ante todo, porque la joven en cuestión apenas tenía catorce años, recién cumplidos. Por más lindas piernas que tuviera la hija de Pedro Barrientos y Lucy, dueños ambos de la dulcería más prestigiosa de la isla.
Y entonces, el padre Tordeus, Julio Tordeus, aferró con las dos manos su copa colmada hasta el borde, y en vez de arrojársela a la cabeza a su acusador, algo que habría sido impropio de un pastor de almas, dijo, distendiendo su eterno gesto adusto, de puritano empedernido:
—Sí, es verdad –susurró, con voz casi inaudible, como si hablara para sí —. Es una belleza esa mujer.
—¿Mujer? –exclamó sin pensar Borenko, que tenía una hija de esa edad, que participaba de los cursos de catequesis de Tordeus junto con la pecosa de piernas de bailarina —. ¡Pero si es apenas una niña!
—Bueno… bueno, es verdad —. Intervino Blondel, saltando desde lo alto del castillo de la etiqueta a su silla, como el genio que escapa de una botella para intentar moderar una determinada situación —. Mi abuela se casó a los trece con un hombre de cincuenta, y fueron muy felices –agregó, a pesar de que la anécdota, en ese contexto, sonaba inapropiada y hasta absurda.
—Jamás vi nada igual –agregó, para colmo de males, el cura reblandecido, que ahora parecía más una lechuza mojada por un chubasco, que un ave nocturna en alerta —. Ni en toda mi juventud, vi una beldad así –agregó, para estupor de todos. Tenía la mirada fija en su copa de vino, como si estuviera solo (por el modo en que ceñía la copa con las dos manos, y por cómo la miraba, parecía que tenía aferrada a la joven del tobillo, echado a sus pies como un suplicante).
Bastián, el poeta, que estaba justo a espaldas de Tristán, había soltado la pluma, y estaba atento a lo que pasaba en la mesa de al lado, no por curioso, sino porque era inevitable. Y porque nunca antes había pasado en aquella taberna algo semejante. En general, todos hablaban de todo y de nada, de nimiedades y de asuntos políticos, de las últimas noticias del mundo y de algún suceso curioso de la isla. Pero nada más. El periodismo, más que la vida real, les daba tema de conversación, así que con frecuencia, Bastián recordaba la lúcida sentencia de Chesterton: “Periodismo es decir que Lord Jones ha muerto, a gente que no sabía que Lord Jones estaba vivo”. Sin embargo, eran personas interesantes. René Blondel era un filósofo agudo; Klaus Petersen, o como fuera que se llamara, era un alcalde ejemplar, jocundo, trabajador, y de personalidad expansiva; Tristán había sido sacerdote y ahora era médico; Iura Borenko, o “el pescador” como le llamaban muchos, era campechano pero franco, y en su brutalidad encarnaba un poco el sentido común del hombre de pueblo, y de vez en cuando se despachaba con una frase digna de un sabio; y José Anchieta, que había sido físico y ahora era una especie de gurú budista, era un hombre extraño, cuyo aspecto hacía pensar en Cagliostro. Todos hablaban y hablaban, pero lo que se contaba o discutía allí era intrascendente… ¿O es que lo importante era comunicarse, y lo demás no importaba? Quizás pasaba lo mismo –reflexionaba Bastián—, con las gentes sencillas que sólo hablaban de fútbol. Es la excusa perfecta para entrar en contacto con un semejante, aunque no hubiese nada de qué hablar. “En fin, no hay que ser condenatorio–meditaba el poeta—, la gente habla por hablar, porque se siente sola, y porque es necesario hacerlo, y no porque el fútbol le importe realmente a nadie, ni la política, ni nada por el estilo”. Esta era la conclusión a la que había llegado este sentidor, Bastián, procurando no caer en la abyecta soberbia de creerse por encima de la multitud, ni de creer que porque alguien no hablara de temas interesantes no fuera inteligente o no tuviera nada que decir. Sin embargo, por más que era indulgente en su corazón, y no era arrogante, lo cierto es que antes que estar hablando de esto y aquello por hablar, o para hacer contacto, no estar solo, y reír o enojarse por temas que no eran ni cómicos ni irritantes de suyo, prefería estarse solo consigo mismo, debatirse en silencio por aquellas cuestiones que lo desvelaban, y, ante todo, trabajar en su legado, para que su paso por la Tierra no fuera un hecho inadvertido, o estéril. En esto, como artista que era, sí incurría en cierto pecado de orgullo. Quería que su nombre quedara ligado a una obra, que alguien alguna vez recitara sus versos, que su palabra inspirada insuflara en los espíritus un hálito de vida nueva, un anhelo de superación heroico… “Así, habré hecho mi humilde contribución al elevar la conciencia de los hombres, no para que sean más perfectos ni más cultos, ni más inteligentes, sino para que estén más vivos, para que honren la vida que el Gran Ser nos ha dado, para endiosarnos nosotros a nuestra vez, que no es otra nuestra misión penúltima… ¡Despertar!… ¡Subir!… ¡Sacudirnos las cenizas del tedio y la debilidad, para mejor arder!… Y ser dioses humanos, seres que crepitan en la llama del amor divino, y son capaces de ser inmortales en esta vida mortal, vivir no el ahora sino la eternidad, no temer a nada, no codiciar nada, y mirar a cada semejante, incluso al más mísero, no como a una nulidad o a un cuerpo sin alma, sino como a un dios dormido, como a un desterrado hijo de Adán”… Así sentía el poeta Bastián Galo (tal era su seudónimo). Pero el caso es que ahora, en “la mesa de Klaus”, como la conocían todos, porque el alcalde era el contertulio infaltable de esa taberna, ya no se hablaba de trivialidades, sino de temas densos, que comprometían la reputación de dos de los personajes más destacados y venerables de Mondoterra: el alcalde y el cura. No eran hombres cualquieras dentro de la comunidad. El uno representaba la moral cívica, y el otro la moral cristiana. Y ahora resultaba que el primero, al parecer era un prófugo que había matado a su padre y cambiado de nombre, y el segundo estaba embobado por las piernas de una niña pelirroja, hija de los dulceros de la isla. Esos no eran asuntos menores. Ante todo, porque se había sumado a esa reunión de notables, una mujer, y nada menos que Liza, la esposa de Cisneros, a la que nada le placía más que desperdigar los chismes por aquí y por allá. Los hombres allí presentes (con la dudosa excepción de Borenko, que hablaba sin pensar), eran todos capaces de guardar hasta el más picante secreto; aunque les llegara a arder la lengua por contarlo, antes optarían por mordérsela que soltarla a parlotear; pero con Liza era distinto, y no porque Liza fuera Liza, sino ante todo porque Liza era una mujer, y las mujeres, gracias a que hablan y hablan, no sólo conservan para la humanidad las rancias tradiciones, la religión, y las anécdotas familiares de varias generaciones, sino que sacan a la luz lo que quiere esconderse, con todo lo bueno y lo malo que esto conlleva.
—¿Una beldad? –repitió como atontado Borenko, que no podía creer lo que estaba escuchando de boca del cura —. ¿Una beldad? —. Tordeus seguía con la mira fija en su copa, que no soltaba y había empezado a acariciar con los dos pulgares.
—Bueno… bueno –. Intervino una vez más Blondel, el filósofo moderador—. No hay que ser hipócritas… ¡Estamos en el siglo XXI! –. Exclamó, como si eso fuera garantía de franqueza o sensatez—. Se han hecho muchos descubrimientos que no podemos ignorar.
—¿Descubrimientos? –. Preguntó Borenko, y dejó caer su mandíbula de bulldog como si ya el sólo hecho de concebir que hubiese cosas por descubrir lo hubiese extenuado.
—Sí –dijo René Blondel con aire suficiente —.
Pero no porque se trate de cosas nuevas.
—¿Se hicieron descubrimientos viejos? –dijo Borenko, y en la otra mesa Bastián se sonrió sin maldad.
—¡Claro!… Todo se supo siempre, pero hay épocas en que ciertas verdades se olvidan, y alguien las saca a flote para su generación. Lo que le sucede a nuestro amigo Tordeus es lo más natural del mundo.
—¡Bravo! –dijo Klaus, rojo como tomate, y aplaudió dos veces. Había empezado a temblar, pero su estado aún era imperceptible para el resto.
Blondel prosiguió:
—El amor del hombre maduro por las mujeres muy jóvenes, es algo atávico.
—¿Atávico? –dijo Borenko.
—Histórico –aclaró Blondel —, algo antiguo
—. Borenko cabeceó para mostrar que había comprendido—. Aristóteles, el hombre más inteligente que existió jamás, el padre de la lógica en occidente…
—Discípulo de Platón –acotó Tristán, no para pavonearse, sino para no dejarlo solo a Blondel en esa cruzada.
—Sí, el mismísimo, afirmó que la mayor felicidad
del hombre es el amor de las ninfas…
—¿Las ninfas? –preguntó Borenko.
—Sí, son seres mitológicos de los lagos y las fuentes, pero en realidad simbolizan…
—A la novia del cura –dijo Klaus, y se desternilló con una carcajada bestial. El padre Tordeus se mantenía abstraído de todo, con gesto alelado, aferrado aún a su copa, sumido en sus pensamientos, o más que esto, en sus imaginerías.
—Las ninfas –prosiguió Blondel —, simbolizan a las jóvenes púberes, y para Aristóteles, el amor de esas jóvenes…
—¡Jovencitas! –dijo Klaus con el índice en alto.
—Así es, de esas muchachas, es la mayor felicidad en esta tierra.
—¿Eso dijo el hombre más inteligente del mundo?
–preguntó Borenko, francamente asombrado.
—Sí –dijo Blondel, satisfecho de estar reconduciendo esa situación a buen puerto, y sobre todo al “pescador”, que estaba en un estado de peligrosa confusión.
—Y muchos siglos después, alguien de tu tierra, querido Iura, el famoso escritor Nabokov, en su novela Lolita, describió como nadie eso que Aristóteles había expresado de forma racional. Así que esto que le sucede a nuestro querido sacerdote, no es algo contra natura ni escandaloso, sino lo más normal del mundo, aunque desde ya que es conveniente refrenar esos deseos, por el bien de todos.
—¡Padre! –dijo Klaus a grandes voces. Tordeus emergió de su sopor y lo miró—. Ya ve que
Blondel lo está absolviendo de todos sus pecados, incluso de los que al parecer, no son siquiera pecaminosos. Pero no se preocupe, lo sean o no, tengo la contraseña para entrar al cielo y ganarse el favor del de arriba… Diez padrenuestros y tres avemarías… Usted reza esto, y la absolución se efectiviza al instante. No me dirá que no lo sabía, usted que confiesa día y noche a todos los sátiros y satiresas de esta isla remota…
—Sí –dijo al fin Tordeus—, conozco la fórmula… la penitencia… quiero decir, eso que usted llama, señor alcalde, la contraseña… Sí, es verdad. La conozco muy bien. Pero querría conocer mejor aún a Leticia, que estoy seguro que Dios misericordioso la cruzó en mi camino, y a ella en el mío, para que toquemos el cielo con las manos…
—Bueno, sí, el cielo… ¡Claro!… El cura quiere tocar el cielo… ¿Qué tiene que decir de esto nuestro amigo Blondel? –dijo irónicamente Klaus, inclinándose hacia el filósofo.
—Bueno, en cuanto a eso… yo… —balbuceó Blondel. Mientras, en la mesa de al lado, Bastián evocó los versos de Rubén Darío, en los que el vate nicaragüense cita a Víctor Hugo: “Carne, celeste carne de la mujer, arcilla dijo Hugo, ambrosía más bien, la vida se soporta tan doliente y tan corta solamente por eso, roce mordisco o beso en ese pan divino, para el cual nuestra sangre es nuestro vino”
—. Yo… no tengo para decir nada, sólo que…
—¿Usted, padre, piensa hacer algo con esa niña?
–dijo Borenko con la voz ronca, y la frente pesada, ancha, ligeramente inclinada.
—¡Él no dijo eso! –. Se apresuró a decir Tristán.
—¿Hacer algo? –repitió, nostálgico, Tordeus —. No… sólo el amor. Además, lo he pensado mucho, y yo, que también soy casto como Leticia, en lo mental tengo un poco la misma edad que ella, a pesar de llevarle cuatro décadas. Y por eso creo…
—¡Degenerado! –gritó Borenko, loco de furia, despreciando a Aristóteles y a su pedófilo compatriota escritor, y sin más, se le arrojó al cura al cuello por encima de la mesa, como una tromba, o un toro encelado, haciendo volar por los aires las copas, el botellón, y todo lo que había en la mesa, como si a ésta le hubiese caído un rayo.
Liza chilló y se tapó la boca. Tristán, Blondel y enseguida Teobaldo, el tabernero, que justo pasaba junto a ellos, se abalanzaron sobre Borenko para retenerlo. Mientras, Klaus miraba la escena como si fuera algo jocoso, y el budista José Anchieta, sereno, inalterable, aguardaba impávido a que eso acabara, convencido (fiel a sus creencias), de que eso que ahí pasaba no era del todo real, en tanto que el universo mismo no lo era.
Por fortuna, la mesa se había roto con la arremetida de Borenko, y éste en vez de aferrarle el cuello, sólo había alcanzado a tomarlo de la ropa, a la altura del pecho. Teobaldo, que también era fornido, quitó la mano de la sotana de Tordeus, y se lo llevó raudo al cura hacia afuera, mientras los otros lo contenían al desaforado de Iura, que, amoratado por el odio y jadeando como bestia de carga, braceaba en el vacío (sostenido de las axilas por sus amigos), y gritaba, entre ahogos: “¡Quiere violar a nuestras hijas! ¡Antes lo voy a matar!… ¡Lo voy a matar!”. Todos en la taberna se habían puesto de pie, y se miraban espantados. Nunca jamás había pasado algo así, no al menos desde hacía quince años, cuando Danko, el cazador, había entrado a balear a Talo Furmias, el amante de su esposa, y le había volado la pierna de un escopetazo (aunque su intención había sido mutilarle otra cosa), y al cabo de diez días de terrible agonía, Furmias había muerto sin casi enterarse de qué era aquél fuego que lo había enviado a la tumba. Desde entonces, la Taberna del Fin del Mundo había “navegado” en aguas claras y serenas día tras día, sin que sus ocupantes cruzaran jamás una palabra ofensiva, con muy rarísimas excepciones.
—¡Llévatelo a su casa! —. Le ordenó Teobaldo a su esposa, y ésta le ciñó la cintura a Tordeus y salió con él de la taberna, como si condujera a un ebrio. Pero el cura estaba lúcido, y miraba hacia atrás, por encima de su hombro, como si no comprendiera lo que acababa de suceder, ni por qué tenía las santas vestiduras desgarradas… ¿Acaso se las había roto él mismo? Eso no era posible. Él no era de escandalizarse, y jamás realizaría un acto propio de un hipócrita fariseo.
—¡Vamos! ¡Sentémoslo allí! –gritó Tristán, y lo llevaron a Iura Borenko casi a rastras a sentarlo a una
silla. Le dieron un vaso de agua fría, y le palmearon el hombro un rato, como quien sosiega a un caballo que acaba de encabritarse, y destrozado una mesa con sus patas traseras.
—¡René! ¡Tristán! —. Les gritó Anchieta, al que un hecho imprevisto había arrancado de su paz búdica: Klaus se había desplomado allí mismo, como muerto, y caído entre los restos de la mesa rota. Con los brazos abiertos, y una rodilla encimada sobre la otra, parecía un Cristo trágico clavado a una cruz hecha trizas por la ira divina; o más bien, un ahogado traído por la marea a lomos de los restos de su embarcación estrellada contra unos riscos.
—Déjenme ver –dijo Tristán, y se abrió paso entre los curiosos. Se inclinó sobre Klaus. Antes de tomarle el pulso (porque era evidente que estaba vivo), le posó la mano en la frente. Ardía —. Ya sabía yo que volaba en fiebre –dijo, y pidió ayuda para incorporarlo —. Vamos… Tráeme un cojín Teo, así lo acostamos en el piso hasta que vuelva en sí.
—¡Sí!… ¡Enseguida!
—¡Y un paño con hielo picado!
—Yo me encargo –dijo Blondel, y se fue tras Teobaldo.
Klaus abrió los ojos.
—¿Qué hacen ahí todos, mirándome? –dijo, y se llevó la mano al hielo, envuelto en un repasador, que Tristán le sostenía sobre la frente.
—Nada, te has desvanecido. Ya todo está bien.
Se puso a temblar como hoja.
—Tengo frío, mucho frío.
—Está en camino la ambulancia —. Le dijo Blondel—. Tranquilo. Estarás bien.
Klaus lo miró a Tristán, que era el único médico allí.
—Sí, René tiene razón, estarás bien –. Le dijo Tristán. Miró hacia la puerta, y la vio a Liza, que justo abandonaba la taberna presurosa, y cerraba sigilosamente la puerta tras de sí. “Estamos perdidos
—pensó Tristán—, mañana no habrá nadie en la isla que no sepa lo que acaba de pasar aquí.”
