Para crear, me he destruido.
Fernando Pessoa
La mariposa ama la llama que la fulmina. He aquí un misterio consabido,
ignorado, cargado de claves herméticas. El velón rojo está encendido en
mi mesa de nogal de la galería solariega. En el jardín, mi hijo abate
a un dragón con su espada de fuego, blandiéndola con una destreza que
me admira… ¿Dónde aprendió ese arte seis veces milenario?
Él apenas tiene seis años de edad…
Sus movimientos fluyen con la soltura del viento, y en su rostro curvilíneo,
reconcentrado, brilla, en la hora vespertina, su sonrisa tenue, afilada,
como un rayo inspirado del Último Sol.
Un samurai anciano no sabría hacerlo mejor. El niño corta la brisa con
su arma sapiente, y una salamandra escamada se alza y muerde la cola
en una llamarada del astro rey.
Sopla un hálito fresco que espabila. Un coro aullante de perros lobunos
de muy cerca, da a la tarde una nota espectral, y todo vibra y se estremece
como la caja oscura de un contrabajo herido, inverosímil.
Los monjes arborescentes del horizonte ya visten sus capuchas sombrías
contra los nubarrones que pasan en procesión acongojada…
¿A dónde van con ese paso flotante de condenados a muerte
que aún respiran? Hacia la noche devoradora de sus entrañas
púrpuras y violetas, que son las del día mismo,
y de mis pensamientos penúltimos.
No… No sabría escrutar mi destino en esa masa sanguinolenta que pasa
delante de mí. Así que aparto la vista y vuelvo a contemplar, azorado,
al enigmático guerrero que un mediodía, hace poco más de un lustro,
emergió de un río de sangre, henchido con mi sangre,
y con el ceño fruncido y la pupila inquiridora
torció hacia mí su testa húmeda, emplacentada…
y me miró.
Y entretanto, el velón rojo late y se derrite por dentro como un corazón
empecinado en vivir, amar, radiar… A todo lo que vive y alienta
en esta mota acuosa, azul, de polvo errante, que gravita en el borde
más pálido y externo de una espiral espeluznante: la Vía Láctea.
De sus ocho brazos estelares, penden más de cincuenta galaxias.
Un trigal de millones de soles multiplican para infinidad de mundos
el pan místico de la luz.
Andrómeda, al sur de Casiopea, con sus estrellas de intocable mercurio,
esplende, y a su lado Pegaso lanza un relincho atronador (el pabilo
sensible del corazón de cera se encandece un instante, el niño
clava al viento su espada, se eriza el vellón fino de su cabellera de oro,
alza con lentitud su cabeza aureolada, y fija la mirada artera
en un punto sideral)…
La tarde es un rosa acústica de treinta y siete pétalos resonantes:
al aullido de los lobos perrunos, se sumó el grito salvaje
de una constelación.
¿Y mi parque?
Es ahora un jardín colgante en medio de las estrellas
multitudinarias, azules, enanas blancas, gigantes rojas
en el brazo galáctico de Orión…
Es una alfombra mágica voladora entre diez dimensiones
gracias a un giro mágico del niño imaginero, que ya no es un samurai
diestro en ataque, sino un príncipe persa con una daga curva,
alto turbante blanco, y zapatos en punta que semejan el pico
de una lámpara miliunanochesca…
“¡Papá!… ¿Conocés a Aladino”, me dice sin dejar de saltar y correr,
blandir y reír…
“Lo conozco”, le digo, porque lo tengo delante, y las sombrías capuchas monacales de los pinos se redondean en el horizonte, y se trocan
en colinas, en observatorios astronómicos… ¡En cúpulas! de la Bagdad
insomne, soñada, de tiempos del sin par Al Rashid…
El niño, brincando entre el sinfín de mundos, señorea en el Califato
del astral Tiempo-Espacio, y yo lo sigo, y viajo con él
por las ciudades y reinos de su imaginación lúdica
y empedernida….
Pero un escorpión desértico, pequeño, se cuela por debajo de mi mesa
de nogal, y pica el detrás de mi pie descalzado, lo aguijonea como se clava
a una presa un dardo, o a un madero un punzón… Sube el veneno
gris hasta mis sienes, se nublan mis pensamientos líricos,
vesperales, y ante mí no tengo ya al príncipe demiurgo,
ni las cúpulas bagdadienses, ni el reguero lácteo de Hera, ni la pedrería
filosofal de los millones de astros diamantinos, transmutados
en hornos atómicos, hirvientes… Sino, la pupila sin iris de un agujero negro
devorador, esfíngeo, con la fuerza diabólica de seiscientas
sesenta y seis masas solares….
Allí, donde colapsó mi esperanza, se abrió ese pozo ciego infernal
que no me mira (nadie que no sea mirado puede sobrevivir)
pero que me interroga con su nada sombría, que ya tragó al Universo,
y ahora amenaza al último palmo de Paraíso sobreviviente en toda la Galaxia: mi jardín verde, errante, con su Adán justiciero, y su padre desterrado
cavilador…
“¿Para qué todo esto?… ¿Esta efímera y vana representación?
Así como tus padres pasarán, tú también, sin dejar rastro…
Y así tu hijo, y los hijos de tus hijos, hasta la hecatombe final…
Pero entonces… ¿A qué todo este afán?… ¿Crees acaso que es posible
dar a todo esto un sentido superior?… ¿Lo crees acaso en tu ingenuidad
obstinada, terca, insensata?… ¿Que todavía es posible que llueva
sobre tu cabeza encanecida el Rocío de Gedeón, y tus pensamientos
y amores rejuvenezcan, se purifiquen tus ríos enturbiados, y en el fango
plomizo de tu cuerpo baldío crezca el lirio de oro de tu regeneración
añorada, por los siglos de los siglos y amén?… ¿Eso crees? ¿Eso sueñas?
¿Eso clamas?… ¿No temes el celo de los dioses malignos?
¿No te inquieta el castigo por tu ambición desmesurada?
Tú… Hijo de Hombre… ¿Te pretendes un dios?
Tú… carne moridera… ¿Te codicias inmortal?
Tú… de natural vicioso… ¿Apeteces la Virtud?
Tú… mojama de orgullo virulento… ¿Anhelas la Humildad?
¿No sabes acaso por el Tiempo, que el Tiempo ya pasó?…
Y que hay un tiempo para reír, y otro para llorar, y otro para sentir,
y otro para crear… Y que el tiempo tuyo del heroísmo iluso, estrafalario,
literario, confuso… ¿Ya pasó sin llegar?…
¿Es que acaso conoces la aleación de la llave que abre la Puerta
Séptima del Octavo Pasillo, que conduce a la Senda Nonagésima Nona
de la Tercera Vía reservada a los locos, y a los poetas místicos,
y a los santos varones que calcinan el ego en calderas mortíferas
cuyos malos vapores tras matar resucitan, para que nazca el hijo
de la sapiencia doble, que marida en su pecho por igual el azufre
y el mercurio escaldado que satura las venas de perfumes y mirra,
y de flor de amaranto triturada y molida para que el polen púrpura
polinice el estigma de las flores fecundas del Jardín de la Vida?…
¿Es que acaso conoces, tú, banal, marginado, la aleación de la llave
de la Séptima Puerta del Misterio Evidente malamente
guardado, para escándalo impío de videntes y genios,
elegidos y sabios?… ¿Es que acaso tú sabes nada al fin
de este algo?”…
Así habló la negrura del agujero maldito. Así habló el vil gusano
de la fruta mordida de este Cosmos callado que por ley de entropía
se encamina a su ocaso con velámenes rojos, tripulantes fantasmas,
calaveras de insignia, luz opaca de estaño que despacio se apaga
noche adentro en la espesa sulfurosa neblina…
Así habló la pupila invidente y rotunda, con palabras heladas,
descorazonadoras…
Así no me miró tan mortalmente.
Y así quedé yo absorto sin saber qué decir ni responderme delante
de la Esfinge de mi duda pasmosa, patética, grandilocuente…
Y sucedió el prodigio inesperado.
De un pliegue de la tarde. De la mano leprosa de una entidad oscura
irrevelada, surgió ante mí de pronto, salida de un capullo gris, malsano,
una simple, pequeña, y espasmódica mariposa incolora alucinada
por la llama del centro de mi mesa, palpitante en la cera lacerada…
Con sus alas rasgadas, como un vestido roto en sus doblajes,
circunvaló el sol flaco de la vela con su vuelo epiléptico
y lunático…
Lo rodeó siete veces. Se alzó al fin, delirante, con un impulso aciago,
meteorítico, y se lanzó a la hoguera del pabilo como un hereje odiado
que al pasar por el fuego que no quema (Ícaro audaz y humeante)
cae del sol…
orando.
“¡Una mariposa amarilla!”, gritó el niño fogoso con un dedo en el aire
y se lanzó a su busca….
El negro agujero seco se esfumó en el Espacio. Vi el jardín nuevamente.
Respiré a pecho abierto. Sonó un ruido de goznes rechinantes.
Y sin abrir el puño de mi diestra, como en secreto crece el primer astro,
colmó y quemó la palma de mi mano…
el frío de una llave.
